Hay una España bellísima. Ciudades y
pueblos centenarios, milenarios, con una historia arquitectónica y
artística deslumbrante. Parajes naturales que quitan el aliento. Una
riqueza lingüística, cultural y gastronómica que pocos países en
el resto del mundo tienen. Pero también hay una España fea. Muy
fea. Mi madre dice que cuando volvimos de Suiza (se fue en enero del
71, allí conoció a mi padre, que ya vivía allí desde el 63, y
allí nací yo, y regresamos en julio del 75) España le pareció,
por contraste, muy fea: seca, terrosa y sobre todo sucia: los suelos
de los bares repletos de cáscaras de gamba y papeletas rasgadas de
rifas, las aceras sembradas de colillas y cacas de perro, la gente
hablando a gritos, solares y descampados colonizados por la basura...
Si habéis visto la película Balada triste de trompeta, de
Álex de la Iglesia, sabréis de lo que hablo: mi barrio era tan feo
como los desoladores paisajes urbanos que Álex retrata
magistralmente. Os puedo asegurar que en esa película se curraron un
trabajo de ambientación y localizaciones brutal. Cerca de donde vivo
ahora, en el Paseo de Extremadura, todavía persisten tramos de
viviendas de la era franquista que no tienen mucho que envidiar en
cuestión de fealdad a los bloques de pisos de los países del Este,
aquellos monstruos pintados de gris contaminación. Después de haber
vivido en la verde y civilizada Suiza, de la que mis
padres afirman que fue donde vivieron los mejores años de su vida, el
choque tuvo que ser tremendo.
Más feo que el payaso de "It" O_o |
No estoy afirmando que Suiza sea el
país perfecto. No sólo tiene una faceta muy fea en su opacidad
bancaria. También, en el mismo año en que llegó mi madre, se
aprobó por fin que las mujeres pudieran votar; una anomalía en un
país que, sin embargo, destaca por la alta participación de su
población en su sistema democrático gracias a la celebración
regular de referendos. Otra peculiaridad es el servicio militar: un
porcentaje de los hombres que lo realizan permanece durante años
como reservistas, con la obligación de guardar en su casa la famosa
navaja suiza y sus armas personales, lo que produce situaciones
curiosas, como una vez en que mis padres estaban en casa de unos
amigos celebrando una fiesta y un vecino bajó a solicitarles
amablemente, rifle en mano, que bajaran el volumen de la música.
A pesar de eso, el nivel de vida suizo
en muchos aspectos está a años luz del nuestro. Por poner un
ejemplo, cuando era pequeña mi madre me llevaba a una guardería
gratuita que, en principio, era para madres solteras, aunque admitían
también a hijos de casados como mis padres. Lo de las guarderías
públicas era algo que se daba por descontado. Aquí seguimos sin
llegar a ese nivel ni cuarenta años después, en pleno siglo XXI.
Los derechos de los trabajadores también se respetaban a niveles que
aquí tampoco hemos alcanzado aún. Por desgracia, hoy los emigrantes
no son bien recibidos como entonces, cuando la mano de obra del resto
de Europa levantó la economía suiza, y hay un importante núcleo
xenófobo instalado en su sociedad. Pero al menos entonces mi padre
era tratado con un respeto en la fábrica por parte de sus superiores
del que no ha vuelto a gozar aquí.
"¡Joder! ¡En el plano venía bien clarito que había una piscina!" |
Así que cuando mis padres volvieron
conmigo a España (más que nada porque, o era volver antes de que yo
empezara el colegio, o ya era prácticamente quedarse allí para
siempre), se encontraron con una España fea y sucia, producto de
cuarenta años de dictadura que habían sumido al país en la
miseria. Porque la pobreza es otra historia. Puede haber dignidad en
la pobreza, aunque sea difícil mantenerla. Pero la miseria siempre
es indigna, y con esa falta de dignidad se engancha como una
garrapata y se infiltra como agua de alcantarilla hasta los huesos.
Especialmente la miseria moral, que tanto abundó en el franquismo;
que fue lo que lo sustentó, de hecho. En estos últimos treinta y
tantos años, hemos hecho lo que hemos podido por sacarnos esa
miseria de dentro, por limpiar el país, por devolverle la belleza
que los años habían ajado y que la suciedad de siglos siempre había
ocultado. Pero la miseria permanecía en el subsuelo, esperando el
momento propicio para volver a aflorar. Empezó a hacerlo por donde
menos nos lo esperábamos: por todos esos barrios nuevos,
aparentemente lustrosos, de bloques de pisos clónicos con patios de
vecinos ajardinados y apiscinados, que nos hicieron creer que todos
éramos ya clase media, que la caspa pintada de colores ya no es
caspa sino confeti. Irónicamente, el dinero con el que se pagaban
esos pisos circuló por las cloacas de forma tan subterránea como
fluida, removiendo la miseria subyacente hasta que ésta brotó como
géiseres que hicieron saltar las tapas de las alcantarillas y nos
salpicaron a todos. Lo llamaron crisis, y con la excusa de evitar la
vuelta a la pobreza, nos están hundiendo en la miseria de nuevo. Los
herederos del franquismo vuelven a campar a sus anchas y para
reinstaurar su reinado de miseria recurren a leyes viejas disfrazadas
de nuevas. ¿Y qué ocurre cuando intentas disimular la vejez a base
de capas de maquillaje? Que se resalta la fealdad.
No quiero una España fea. Ni aunque me
la maquillen con buenas intenciones, como el anuncio de esa marca de
charcutería, o como ese programa de la 1 en la que ejercen la
caridad de la España rancia y fea de cuando vivía ese señor bajito
y feo. Quiero una España con la cara lavada. A lo mejor no es
tampoco demasiado guapa. Pero con que sea normalita me vale.
PD: prometo que mi próxima entrada será menos intensa :P. Por si no me da tiempo a escribir nada antes, feliz 2014 a todos :).