domingo, 15 de septiembre de 2013

Pitusa


Hoy ha muerto mi primer amor. Se llamaba Pitusa, tenía diecisiete años y medio, los ojos verdes y el pelo atigrado con un mechón inconfundible de color anaranjado sobre el hombro derecho. Mi madre, pobre, me ha dado la noticia hace pocas horas. Nos lo esperábamos; era muy viejita, sufría desde hacía un tiempo de algunos achaques, hacía poco había tenido una infección que la había dejado muy floja y llevaba tres días sin comer ni beber nada. Aun así me he llevado un disgusto que no me he llevado con personas que en teoría me tenían que importar más. Porque esas personas no me dieron el amor que ella me ha dado, incluso ahora que llevo ya tiempo viviendo fuera de casa de mis padres y sólo voy de visita; aún se dejaba acariciar, me maullaba reclamando mimos y a veces me buscaba para que la dejara amasar en el hueco de mi codo, como cuando era pequeña. Porque una vez fue pequeña, tanto que sus patitas traseras no le respondían bien aún y se resbalaban cuando andaba sobre el suelo embaldosado de la casa de mis padres. Mi hermano la trajo metida en una caja de zapatos, envuelta en algodones, y me la pasó de contrabando para que la custodiara en mi habitación por la noche, hasta que le diéramos la noticia a mi madre a la mañana siguiente. No hizo falta: entró mi madre a mi habitación para tender la ropa por mi ventana y mientras la Pitusilla se puso a maullar debajo de mi cama. Mi madre se llevó un susto cuando la vio aparecer de repente de debajo de la cama y al principio se negó a que nos la quedáramos, pero al final aquella bolita de pelo que apenas maullaba por encima del umbral auditivo la conquistó y se acabó convirtiendo en la niña de sus ojos. Luego se convirtió en una joven descarada que practicaba el funambulismo en la barandilla del balcón, y después en una señorona que recibía a cualquiera que viniera de fuera con bufidos y salidas de escena dignas de una diva, y por último en una viejita que se tiraba casi todo el tiempo tumbada en la cama de mis padres, mimetizada entre los peluches, pero siempre ha sido mi niña, mi gatita mimosa. Ayer estuve en casa de mis padres, y casi me echo a llorar cuando, para ayudar a mi madre a que le diera agua con una jeringuilla, la levanté y me di cuenta de que, siendo tan grande como Bu (siempre fue muy grande para ser hembra), pesaba casi tan poquito como Leia, que es una hembra pequeña; con la vejez se había quedado delgada porque había desarrollado intolerancias alimenticias y comía poquito de unas latas especiales, pero ahora, después de la infección y de varios días sin comer, estaba casi consumida. Mi hermano y yo hablamos por teléfono con un par de veterinarias que hacen visitas a domicilio, por si podían venir a verla, pero ya era más tarde de lo que creíamos. Hoy mi madre ha sido la que se ha dado cuenta de que había dejado de respirar, tumbada en su cunita, Sé que ha dejado de sufrir, pero no puedo evitar que me duela. Me queda el consuelo de que la hemos querido y mimado mucho, aunque también me queda la cosa de que nunca es suficiente. También me quedan los recuerdos: cuando se metía en una de las zapatillas de mi hermano y sólo le asomaba el rabito; cuando se resbaló del poyete de la ventana de la cocina por querer atrapar un pájaro, y sólo se hizo un raspón en el culo; cuando celebró sus primeras navidades robando una chuletita de cordero de la encimera de la cocina en menos de un segundo, cuando mi madre se dio cuenta ya se la estaba comiendo; cuando se pegaba a mis piernas por encima de la manta todas las noches, acurrucándose en el hueco de mis corvas para que le diera calor mientras dormíamos; cuando me clavaba las uñitas en el brazo mientras amasaba y aun así yo aguantaba porque me encantaba tenerla en brazos... Mi gatita, mi niña, gracias a ti he aprendido a amar a los gatos y al resto de los animales. Siempre serás mi primer amor.