domingo, 30 de septiembre de 2012

Heavy Metal forever and ever

Ya era hora de que volviera por aquí. No era por falta de ganas ni de ideas, pero entre unas cosas y otras, no veía el momento de dedicarle un rato a esto. Tengo una habilidad especial para desperdiciar mi tiempo en chorradas improductivas, pero, aparte de eso, no hay nada como pensar que tienes todo el tiempo del mundo para que al final te encuentres más liada que la pata de un romano y todavía te falten horas al día para hacer todo lo que quieres hacer.

A lo que íbamos. Supongo que habréis leído el título de esta entrada. También puede que os hayáis fijado en el subtítulo que hace un tiempo le puse al blog: efectivamente, yo fui una fan del heavy metal en mi adolescencia. Sigo siendo fan de la música, pero ya no sé si puedo afirmar tajantemente que soy heavy o no. Desde luego, a los quince años sí que lo era: me cardaba el pelo, vestía mallas, vaqueros elásticos y camisetas de mis grupos favoritos y acudía religiosamente todos los fines de semana a los pubs y discotecas heavies. Qué recuerdos... Me lo pasaba genial meneando la cabeza en la pista al ritmo de los grupos heavies ochenteros (es un milagro que no haya acabado sufriendo de las cervicales) en garitos tan míticos como Canciller, Barrabás y Sucursal, y, por supuesto, siendo de Vallecas, acudía asiduamente al Hebe, a la Urbe, al Kaos... Soñaba con ir a Donington algún año (entonces era la meca de los festivales heavies, igual que hoy lo es el Wacken) y me costó horrores y algún que otro cabreo monumental conseguir que mis padres me dejaran ir a conciertos; no sabéis el daño que hizo aquel americano gilipuertas de la base de Torrejón cuando, antes incluso de que yo supiera lo que era el heavy metal, no se le ocurrió otra cosa que asestarle una puñalada a un chaval en un concierto de Scorpions, si no recuerdo mal, en el Campo del Rayo (paradójicamente los Scorpions me parecen uno de los grupos que menos agresividad pueden suscitar dentro de este tipo de música... En fin, hay imbéciles en todas las épocas y lugares; probablemente ese mismo tío en otro momento habría hecho lo mismo en una rave o en un concierto de un grupo de hiphop). Años después, yo misma estuve en el Campo del Rayo viendo uno de los mejores conciertos de mi vida, el de Metallica en el 93.

Después, he seguido escuchando heavy prácticamente a diario, porque sigue siendo mi música favorita, aunque escucho casi todo tipo de géneros. También he seguido yendo a conciertos, y sigo sintiéndome bastante identificada con buena parte de lo que significa ser heavy. Pero los tiempos y las obligaciones conllevan cambios. Cuando acabé la carrera y me puse a buscar trabajo tuve que renunciar a los elásticos y las zapatillas guarripén, al menos para las entrevistas. No suele ser una buena táctica ir a una entrevista de trabajo con la chupa de cuero y los ojos pintados con la raya a lo egipcio. Pero también fue un cambio que yo misma deseaba hasta cierto punto. En la adolescencia, cuando uno se integra en alguna tribu urbana, adoptar su estética suele ser el primer e imprescindible paso para reafirmar tu voluntad de diferenciarte (sí, es paradójico pero así funciona: para hacer ver que no eres como los demás, tienes que vestirte igual que aquellos que pertenecen al grupo de tu elección :P). Los hay que se quedan en esa fase de poser para renegar de ella al cabo de un tiempo. Otros, después de ese primer paso y, con el tiempo, acabamos por asumir esa identidad de forma natural. Para mí llevar mallas y chupa de cuero llegó un momento en que ya no era mi forma de diferenciarme, sino mi manera natural de vestir. Me sentía cómoda y podía haber seguido así siempre, pero también llegó un momento, pasados los veinte años, en que me empecé a cansar y a sentir que en cierta manera iba tan uniformada como los que visten siempre de marca. Tuve una época de desconcierto en la que, entre la obligación de vestir la ropa "adecuada" para labrarme un futuro profesional y las ganas de conseguir mi propio estilo, y por ende mi propia identidad, anduve despistada y más de una prenda acabó en mi armario muerta de risa, a pesar de la insistencia de mi madre en que me pusiera "esos pantalones de pinzas, hija, qué lástima, que son clásicos y no pasan de moda". También durante unos años, por acompañar a los amigos con los que salía más habitualmente, aguanté el paso por los garitos de moda, para acabar aborreciendo el pachangueo, los intentos indiscriminados de ligoteo de los pardillos y salidos de turno y todos esos rituales absurdos de los sábados por la noche que dominaron los años noventa. Como en todo, acabé alcanzando un punto de compromiso en el que me encontré por fin a gusto: sin volver al uniforme de los vaqueros elásticos y las camisetas de Iron Maiden para demostrar mi dureza, acabé encontrando un estilo en el que me sentía cómoda, sin dejar de llevar mi chupa de cuero con una mini vaquera y botazas cuando me apetecía, pero poniéndome también vestidos de colores vivos en verano, por ejemplo, porque me gustan y porque son mucho más fresquitos que las camisetas negras, que dan un calor horrible, qué queréis que os diga. También me ayudó el hecho de que los trabajos que he tenido no han sido de cara al público, así que en eso he tenido bastante libertad. Y, por supuesto, acabé mandando al guano a esos garitos de pachangueo; pase lo que pase, cuando salgo sólo voy a sitios donde me encuentre a gusto, y si no, pues me voy a casa, que no es ningún delito. A eso también ayuda que el tiempo pone a cada uno en su lugar y, aunque conservo a algunos de mis mejores amigos de la adolescencia, el tiempo y el sentido común han hecho una buena criba y he conseguido acabar rodeada de gente con la que de verdad me apetece estar.

En fin, si algo bueno tiene la madurez es que te suele ayudar a llegar a un punto en el que te encuentras a gusto contigo misma y con tu vida. Ahora, más o menos, hago lo que quiero con quien quiero y cuando me apetece. Pero eso no quiere decir que haya dejado de lado mis antiguas aficiones. Ya decía antes que el heavy metal sigue siendo mi música favorita y le tengo especial cariño a los grupos heavies de la época dorada del género, los ochenta. Por eso me hizo ilusión cuando, mientras trabajaba en el Depósito Legal, me encontré con este libro: 


Leí la sinopsis y me atrajo irremediablemente: era una crónica de los años dorados del heavy metal desde la perspectiva personal de un americano de mi misma edad que, por ese motivo, habría vivido situaciones muy parecidas a las que viví yo en mi adolescencia, y que ahora era crítico musical. Tenía todos los ingredientes necesarios para que me sintiera identificada con el tema del libro, tratados además desde un punto de vista ligeramente humorístico e intrascendente que hacía que me resultara más atractivo. Lo apunté en mi lista de pendientes, y unos meses después terminé por comprarlo.

La verdad es que, al leerlo, sentí una ligera decepción. Chuck Klosterman tiene mi misma edad, pero no vivió la misma adolescencia que yo, al menos no en muchos sentidos. Para empezar, aunque coincidíamos en el gusto por muchos grupos de la época, en otros no coincidíamos en absoluto: él, como es lógico hasta cierto punto, adora los grupos glam rock de los 80 como Mötley Crüe y Poison, y sobre todo a los Guns'n'Roses, cosa en la que coincidimos, pero al mismo tiempo le aburrían en general los grupos de heavy metal europeos como los Scorpions o Iron Maiden, que son de mis favoritos. Hasta cierto punto es comprensible: mientras que él se crió en un pueblo perdido de los páramos de Dakota del Norte (ni siquiera en el Fargo del título, sino en un pueblo mucho más pequeño), mi adolescencia transcurrió en Vallecas, barrio obrero (más que marginal, por mucho que se hayan empeñado en endosarle esa etiqueta) por excelencia, y mucho más semejante al Birmingham de Black Sabbath o Judas Priest que al medio oeste rural americano.

También da la impresión, por otra parte, de que se avergüenza un poco de su pasado heavy adolescente. Ahora es un crítico musical de reconocido prestigio en revistas que están más orientadas al pop independiente y otros géneros, y no es que sea un impostor por eso: realmente le gustan también esos géneros, igual que yo también escucho música de lo más variada. Pero mientras que yo he seguido escuchando heavy metal y lo he reconocido sin ningún complejo, y asumo que, como pasa en cualquier género, muchas veces ha llegado a extremos ridículos, pero no por ello me avergüenzo, el mismo Klosterman reconoce que a veces se ha sentido coartado a la hora de reconocer delante de según qué personas que en su adolescencia adoraba incondicionalmente a los Mötley Crüe, y en muchas ocasiones ironiza sobre las actitudes y los comportamientos de las estrellas y los fans del género. Leí en un blog en el que reseñaban el libro que alguien comentaba que en realidad Chuck Klosterman nunca había sido un auténtico fan del metal y que ya no le gustaba esa música. Pero, a pesar de todo, no estoy de acuerdo. Ahora está de moda el revival de los ochenta, y es muy normal que grupos musicales actuales reivindiquen que los Maiden fueron su grupo favorito y se pongan camisetas suyas, aunque los grupos en cuestión sean pura filfa comercial que sale a todas horas en la MTV. Incluso se han llegado a cometer herejías como la de perpetrar una película infame de cuyo nombre no quiero acordarme, protagonizada por, entre otros, Tom Cruise, que al parecer interpreta a una especie de parodia de Axl Rose, y que básicamente se dedica a destrozar grandes canciones de grupos de los 80 como Def Leppard, Bon Jovi y otros de ese estilo, convirtiéndolas en numeritos del Disney Channel. Supongo que es la señal de que el revival de los 80 se está agotando, pero el caso es que ahí está, y ahora, como digo, es muy fácil ir de guay presumiendo de que tenías todos los discos de Barón Rojo o de W.A.S.P., por poner un par de ejemplos. Pero, aunque en España seguramente se ha publicado la traducción de Fargo Rock City al rebufo de ese revival, hay un detalle que no carece de importancia: Klosterman publicó este libro en 2001. Entonces aún no se habían vuelto a poner de moda los 80, ni mucho menos. Aún se consideraban el colmo de lo hortera, y todavía podías ser clasificado como un auténtico desfasado cultural y quedar marginado de los círculos "in" si reconocías que lo que de verdad te hacía vibrar no eran los grupos indies, sino tus discos viejos de Saxon y Helloween. Así que, incluso desde esa postura incómoda de sentirte ligeramente avergonzado por haber vendido tu alma al diablo en tu adolescencia por amor al género musical probablemente más denostado de la historia, Chuck Klosterman tuvo valor para reconocer que sí, que la música que más le ha marcado, como no lo volverá a hacer ninguna otra, es el heavy metal.

Además, ya digo, todo el libro está escrito en un tono humorístico y autocrítico bastante gracioso y saludable. Hay que saber reírse de uno mismo, y en eso el heavy metal, aunque no lo parezca a ojos de muchos profanos, ha sido más abierto que muchos otros géneros: no hay más que ver a grupos paródicos como los Steel Panther, Spinal Tap o, aquí mismo, los geniales Gigatrón, para darse cuenta de que el heavy metal sabe reconocer sus propios defectos y reírse de ellos. A mí personalmente me encantan, y no son ningún obstáculo para que siga disfrutando de mis grupos favoritos de heavy metal. También, por supuesto, me parece importante que se reconozca que el heavy metal tiene mucho más que ofrecer, tanto a nivel musical como cultural en general, de lo que la mayoría de la gente piensa y que, por mucho que les pese a bastantes críticos y culturetas, ha tenido y tiene millones de fans por todo el mundo que demuestran que algo debe de tener para llegar al alma de tanta gente. Por supuesto, en ese sentido, es muy recomendable un documental (en el que, por cierto, también es entrevistado brevemente el propio Klosterman) que, con rigor y amenidad, realiza una excelente introducción a la historia y el presente del heavy metal: Metal, a Headbanbger's Journey, realizado por el canadiense Sam Dunn, un fan del heavy metal que se hizo antropólogo porque su amor por el heavy metal y toda la cultura y subcultura que le rodea le llevó a interesarse por todo lo que son otras culturas diferentes a la nuestra en general. Mientras que Fargo Rock City es más una crónica sentimental desde un punto de vista personal, Metal: a Headbanger's Journey es un estudio más riguroso y estructurado, en el que se analizan los orígenes y la evolución del movimiento musical, y se incluyen numerosas, instructivas y, al mismo tiempo, muy divertidas entrevistas con grandes estrellas del metal y el rock duro como Bruce Dickinson, Dee Snider, Lemmy Kilmister, Alice Cooper o el siempre recordado Ronnie James Dio. Posiblemente, el documental de Sam Dunn, aunque muy interesante para cualquiera que le guste la música en general, y no sólo el heavy metal, y sienta curiosidad, tendrá más salida entre los fans del heavy, mientras que el libro de Chuck Klosterman, por su enfoque más ligero y humorístico y el medio en el que se mueve el propio autor llegue a un público más amplio. Así es como funciona el mercado, aunque realmente ambos documentos tengan su valor, cada uno en su estilo, e, incluso sin pretenderlo, sean cada uno el complemento perfecto del otro para dar una visión global de lo que ha significado en el mundo de la música y en la cultura popular el heavy metal. En cualquier caso, yo seguiré amando para siempre el heavy metal. Fue lo que dio sentido a mi adolescencia, y sigue siendo una parte muy importante de mi vida. ¡Larga vida al heavy metal!

PD: aunque he tratado este tema en esta entrada porque llevaba rondándome la cabeza desde hace semanas, incluso meses, no me olvido de que tengo otro tema pendiente para la próxima entrada, y es que las chicas de Envidienmiboda, que son unos soles, me han dado otro premio, el Versatile Blogger. Aunque no creo que me lo merezca :P, justo es reconocerlo, y a ello le dedicaré la siguiente entrada en breve. Muchas gracias, chicas :D.