domingo, 22 de marzo de 2020

7 años




Como la ínclita Sara Montiel decía que dijo Einstein, todo es relativo. Los años en sí no significan nada, su numeración no tiene por qué tener más sentido que el de ordenar los acontecimientos en una cronología que nos ayude a registrarlos y recordarlos. Hablando de los propios números, ¿por qué le damos más significado al 3, al 5 o al 7 que al 218, por ejemplo? ¿Por qué determinadas cifras son relevantes para nosotros? Supongo que nuestra mente, que busca regularidad y patrones fáciles de reconocer que nos den sensación de seguridad, nos empuja a asignar un sentido a determinadas cantidades. Resulta más fácil calcular en números sencillos y en sus múltiplos, y éstos son más fáciles de calcular en decenas, por ejemplo. La numerología se practica desde la Antigüedad, y aunque no deje de ser un producto de nuestra mente completamente subjetivo, nos sigue influyendo hoy día. Números como el 3, el 7 o el 9 siguen teniendo un significado especial, los asociamos con determinadas características, tienen toda una simbología detrás. 

"Os lo tomáis todo demasiado en serio, jodíos, a ver si os relajáis un poco"

Todo esto viene a que hace unos días mi hijo mayor ha cumplido 7 años. Es una edad a la que tradicionalmente se ha asociado una cierta madurez. El niño sigue siendo un niño, pero ya se le supone cierta capacidad de raciocinio. Por eso antes era habitual que a esa edad, en muchas sociedades, se practicaran ciertos ritos de paso para indicar que ya estaba camino de la madurez. Por ejemplo, en nuestro país, hasta hace no tanto tiempo, era muy habitual que los niños tomaran la primera comunión a esa edad. En otros países todavía empieza la educación primaria a los 7 años. Supongo que habrá alguna base biológica (desarrollo del cerebro, etc.) que en parte sustente esa noción de que se ha alcanzado una nueva etapa en la maduración del niño como ser humano y como miembro de la sociedad en la que ha nacido.

Pero no voy a hacer ahora una tesis sobre eso, seguro que ya habrá muchas sobre este asunto y podéis buscarlas si queréis. A mí lo que me importa es que hace 7 años me cambió la vida para siempre. No es que no me haya cambiado más veces, para bien y para mal, pero creo que ésta es la más radical y la única verdaderamente irreversible. Puedes casarte, divorciarte, volverte a casar, mudarte, cambiar de trabajo, volver a trabajar en aquello que ya habías dejado hace tiempo por X circunstancias, volver a tu primer hogar o a otro, volver a estudiar, a practicar deporte, a dejar de hacerlo, a escribir, a pintar, lo que quieras. Pero un hijo lo tienes para siempre. Aunque un día se independice, aunque no lo vuelvas a ver por lo que sea, incluso (el cosmos no lo quiera) aunque muera antes que tú, tu hijo o tus hijos (a efectos prácticos da igual que sean 1, 2 o 17) te van a cambiar la vida para siempre. No me estoy refiriendo a que ya no vuelvas a salir por ahí como antes, que ya no tengas apenas tiempo de ocio, las mismas oportunidades laborales y esas cosas, eso en el fondo son chorradas. Ni siquiera esta crisis del coronavirus será definitiva. Me refiero a que tu vida ya no va a volver a ser tuya del todo. Ya no vas a vivir sólo para ti. Al menos mientras tus hijos dependan de ti, vas a vivir sobre todo por ellos, serán tu prioridad. Y aunque llegue un momento en que ya no dependan de ti, seguirás preocupándote por ellos. No estoy hablando de ese concepto de abnegación y dedicación a la crianza absolutas que la moral judeocristiana (supongo que también otras, pero hablo de lo que conozco) atribuye a las madres tradicionales. Es más sencillo y al mismo tiempo imperativo: has producido una nueva vida y es tu obligación y responsabilidad hacer que salga adelante. Tú ya has cumplido tu función de reproducirte, ahora lo que importa de verdad es la siguiente generación, y así sucesivamente. Y eso sí vale para padres y madres, aunque muchas personas no lo terminen de asimilar.

Por supuesto, estoy hablando en términos de especie. Cada individuo puede decidir (o al menos debería poder hacerlo) si se reproduce o no, y nadie debe interferir en su decisión, sea la que sea. Pero el caso es que, para los que decidimos reproducirnos, la irreversibilidad de dicha decisión es posiblemente el hecho más irrefutable que podremos experimentar en nuestras vidas, que nunca volverán a ser las mismas. También está el hecho de que la naturaleza, que no es sabia pero sí muy oportunista, nos ha dotado con la capacidad de amar ilimitadamente a estos pequeños cabroncetes, para que no nos arrepintamos y los tiremos por la ventana a la segunda o tercera noche que no nos dejen dormir porque no paran de llorar. Que es lo que me pedía el cuerpo cuando, por ejemplo, con mes y medio escaso, a mi furioso minikingo 1 le dio una crisis de lactancia justo cuando acababa de volver con su padre de la boda de su tío en otra ciudad, yo estaba agotada y sólo quería dormir, y al pequeño mamón le dio por reclamar teta cada hora y media, más o menos. Así durante tres o cuatro días. Luego me las ha hecho pasar canutas de muchas otras maneras (como me dijo una vez Juanma Santiago, que también es padre y es muy sabio, esto de tener un hijo es como un videojuego: cada vez que crees que has dominado un nivel, te pasan al siguiente y otra vez las vuelves a pasar putas hasta que lo dominas y vuelta a empezar), pero creo que ésa es la que más me marcó y donde me empecé a dar cuenta de lo que iba a tener que aguantar, y que aguantaría aunque creyera que no iba a ser capaz. Y aquí estamos, 7 años después, en medio de otra crisis, esta vez externa y completamente inesperada, la del coronavirus. No está tan mal. Ahora mismo, mientras escribo esto, él y su hermano pequeño están a mi lado, viendo en Youtube un vídeo de una partida de Minecraft. Vale, sí, no es lo más pedagógico del mundo, pero probad a tener a vuestros hijos en casa las 24 horas durante más de una semana seguida y decidme que no les vais a poner la tele y el Intenné para nada. Venga, atreveos si tenéis valor. Ja. Ya sabía yo.

El caso es que ellos están llevando el encierro sorprendentemente bien. Este martes celebramos su cumpleaños en petit comité, su abuela (mi madre), su hermano, él y yo, que somos los que estamos en casa, sin grandes alharacas porque no había llegado a comprar chorraditas para la fiesta antes de que decretaran la cuarentena (los regalos sí se los había comprado antes, por suerte, y aunque no eran muchos ni muy ostentosos le encantaron), y disfrutó tanto como si le hubiera montado un fiestón. No se queja por no poder salir de casa, y no se pone más cabezón y revoltoso de lo normal. Ya podían muchos adultos tomar ejemplo de él y de su hermano. Por eso, y porque es un pequeño ser humano extraordinario, bueno, cariñoso, alegre y creativo, lo adoro más allá de toda explicación racional. Y por eso le dedico esta entrada de mi blog. Doy gracias al cosmos, al azar o a la teoría de la relatividad por poder pasar esta cuarentena y unos cuantos años más de mi vida en su compañía. Felicidades, mi príncipe vikingo. Mamá, que os quiere a ti y a tu hermano más que a nada.

domingo, 15 de marzo de 2020

Esas parejas felices


Ya sabéis que mi inspiración funciona a impulsos. Hace poco descubrí que mi mente funciona así en general: por lo visto hay dos tipos de personas, dependiendo de la forma en la que piensan. Están los que lo hacen en forma de monólogo interior, escuchando una voz en su interior que está constantemente parloteando (debe de ser agotador), y otros pensamos más en términos abstractos e imágenes. Me da la impresión de que esa forma de pensar debe de ser más propicia a la asociación de ideas porque el flujo de imágenes y conceptos es más rápido, tanto que a veces esas asociaciones se desbordan y yo misma flipo de cómo puedo llegar de una idea a otra que no tiene nada que ver con la inicial. Hoy, por ejemplo, en un momento dado que pasaba por el salón, estaba la tele puesta y en una pausa publicitaria en medio de la información constante sobre el coronavirus con la que nos bombardean (y no, no voy a hablar del coronavirus, tranquilos: en parte por eso estoy escribiendo esta entrada, para pensar en algo que NO sea ese puto bichito que si se cae de la mesa se mata -y si has pillado esa referencia eres tan viejo como yo y te jodes-), saltó un anuncio de un programa en el que por lo visto actúan niños y jóvenes prodigio, y un chico cantaba “Torna a Surriento”, con una estupenda voz, debo decir. Me entraron ganas de escuchar la canción completa, me puse una lista de ópera que tengo en Spotify, y de ahí saltó a otros temas y arias que tengo en esa lista, uno de los cuales era de Rigoletto, que es, de las óperas que he visto, la que más me gustó, entre otras cosas porque el protagonista no es un tenor sino un barítono (adoro las voces graves), lo que es poco común en ópera. Supongo que Verdi asignó el papel protagonista a un barítono porque el personaje es un hombre ya maduro; eso conduce a otra circunstancia tampoco muy común en la ópera, y es que los protagonistas no son la típica pareja de enamorados (aunque es verdad que los argumentos de las óperas pueden ser muy variados). Para mí eso es otro atractivo de esta ópera, porque, la verdad, la mayoría de las parejas protagonistas de óperas y musicales me aburren con sus historias apasionadas, trágicas y bastante lerdas. Me aburren mucho. Algunas se me hacen especialmente odiosas: por ejemplo, la parejita joven de Sweeney Todd, que en la película de Tim Burton, además de ser ñoñísimos, dan una grima insuperable. Tampoco se quedan muy atrás Cosette y Marius de Los miserables: no sé si me da más rabia ella por pavisosa o él por intensito y revolucionario de pastel. Que, en realidad, no son los protagonistas de la historia, por suerte, pero parece que hay que cubrir la cuota de moñismo y por eso los han plantado ahí, pese a que son unos puñeteros parches que no pegan ni con cola y si desaparecieran de la trama nadie los echaría de menos.
 
Góticos, no. Emos. Muy emos. Cada vez que él abre la boca para cantar "Johanna" quiero que Sweeney lo degüelle.
En fin, que ese tipo de parejitas “románticas” no me gustan. Y por fin llego al tema de esta entrada (ya os dije que mis asociaciones de ideas pueden llegar a destinos muy locos y apartados de la idea original): las parejas de obras de ficción que sí me gustan. No siempre son las protagonistas, pero son las que le dan vidilla a la historia y desde luego suelen representar modelos de relación bastante más sanos que el de las típicas parejas protagonistas. Así que procedo a enumerar algunas de mis favoritas: 

-Little John y Fanny, de Robin Hood, príncipe de los ladrones. La verdad, a mí Kevin Costner nunca me ha llamado la atención. Ni fu ni fa, funiculí, funiculá (se me ha pegado el rollo operístico). A mí de esta película lo que más me gusta con diferencia es Alan Rickman, por supuesto, seguido de esta estupenda pareja de secundarios que me dan un buen rollo fantástico. Los dos son unos brutotes encantadores que deben de darle al ñiqui ñiqui que da gusto porque tienen ocho hijos y unas caras de felicidad que dan ganas de pellizcarles los mofletes hasta hacerles pupa. Y, sobre todo, son, antes que nada, compañeros, colaboran y se respetan mutuamente como iguales. Para muestra, esta escena con la que me parto y me muero de ternura por la forma en que ella le dice “Hello, my lover” mientras balancea las piernecitas. Si es que hay que quererlos.
 


(Sí, he tenido que subir un vídeo que he grabado yo misma con el móvil porque soy así de cutre y porque no he encontrado esta escena por separado en el Intenné).


-Lady Sybil Ramkin y Samuel Vimes. Por origen, circunstancias y carácter no pueden ser más diferentes, y sin embargo encajan maravillosamente. Su historia ya comienza desde la primera novela de la Guardia Nocturna de Ankh-Morpork de las novelas del Mundodisco de Terry Pratchett, y se va desarrollando de fondo a lo largo de las siguientes novelas, mientras Vimes va desvelándose como uno de los mejores personajes de Pratchett, que ya es decir. Lady Sybill no deja de ser un personaje secundario, pero muestra una personalidad tan firme como adorable. Lo que me gusta es que el profundo amor, respeto y admiración que sienten el uno por el otro parten precisamente de lo distintos que son, porque esas diferencias que los definen les han hecho ser, cada uno a su particular manera, auténticos en el mejor sentido de la palabra. Los quiero mucho a los dos y me encantaría que me adoptaran. La verdad es que Pratchett solía crear unas parejitas muy majas: Moist von Lipwig y Adora Belle Dearheart son también una pareja muy singular, Magrat Ajostiernos y Verence II de Lancre son para ponerlos de adorno encima de la tele… y, a su manera (y con la contribución de Neil Gaiman, of course), Aziraphale y Crowley también son muy cuquis.
 
¿Qué le dijo al oído? Eso sí que es un misterio sin resolver
-Mary Kate Danaher y Sean Thornton: qué puedo decir, adoro esta película y a sus protagonistas. Sin ser especialmente fan de John Wayne, creo que en esta película está estupendo, pero Maureen O’Hara se come la pantalla directamente. Los dos recrean a unos personajes geniales, igual de fuertes, cabezotas y carismáticos, que consiguen comprenderse y aceptarse el uno al otro tal como son, aunque al principio les cueste porque sus circunstancias han sido muy diferentes. Los dos aprenden a ceder cuando se dan cuenta de que sus cabezonerías les pueden perjudicar a sí mismos y al otro, pero no dejan de lado sus convicciones y consiguen una unión más fuerte que los puñetazos que se pegan Sean y su cuñado. Me los imagino treinta o cuarenta años después, tras haber tenido siete hijos e hijas más fuertes que una manada de bueyes irlandeses, discutiendo por un quítame allá ese rosal o me has manchado la alfombra de cerveza, para acabar dando un paseo cogidos de la mano. Absolutamente adorables.

-Leia Organa y Han Solo: no voy a decir nada que no sepáis. Aunque la nueva trilogía de secuelas de Star Wars nos ha roto parte de la magia (como decía un amigo mío, vivíamos contentos con la convicción de que Leia y Han eran felices y comían perdices para siempre, y tuvo que venir Abrams a cortarnos el rollo), para mí seguirán siendo ese sinvergüenza y esa princesa rebelde en permanente tira y afloja que a pesar de todo terminan felizmente con ese mítico “I love you – I know”. Mi corazón se quedó con ellos en Endor, y ahí vive feliz entre secuoyas.
 
Ays. Mira, yo ya.
En fin, no me enrollo más. Espero que este post haya servido para entreteneros un rato y daros sugerencias en forma de libros, películas, etc., para pasar la cuarentena menos aburridos. Salud y buenos alimentos, como diría Rosendo 😊.