jueves, 26 de diciembre de 2013

La España fea


Hay una España bellísima. Ciudades y pueblos centenarios, milenarios, con una historia arquitectónica y artística deslumbrante. Parajes naturales que quitan el aliento. Una riqueza lingüística, cultural y gastronómica que pocos países en el resto del mundo tienen. Pero también hay una España fea. Muy fea. Mi madre dice que cuando volvimos de Suiza (se fue en enero del 71, allí conoció a mi padre, que ya vivía allí desde el 63, y allí nací yo, y regresamos en julio del 75) España le pareció, por contraste, muy fea: seca, terrosa y sobre todo sucia: los suelos de los bares repletos de cáscaras de gamba y papeletas rasgadas de rifas, las aceras sembradas de colillas y cacas de perro, la gente hablando a gritos, solares y descampados colonizados por la basura... Si habéis visto la película Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia, sabréis de lo que hablo: mi barrio era tan feo como los desoladores paisajes urbanos que Álex retrata magistralmente. Os puedo asegurar que en esa película se curraron un trabajo de ambientación y localizaciones brutal. Cerca de donde vivo ahora, en el Paseo de Extremadura, todavía persisten tramos de viviendas de la era franquista que no tienen mucho que envidiar en cuestión de fealdad a los bloques de pisos de los países del Este, aquellos monstruos pintados de gris contaminación. Después de haber vivido en la verde y civilizada Suiza, de la que  mis padres afirman que fue donde vivieron los mejores años de su vida, el choque tuvo que ser tremendo.

Más feo que el payaso de "It" O_o

No estoy afirmando que Suiza sea el país perfecto. No sólo tiene una faceta muy fea en su opacidad bancaria. También, en el mismo año en que llegó mi madre, se aprobó por fin que las mujeres pudieran votar; una anomalía en un país que, sin embargo, destaca por la alta participación de su población en su sistema democrático gracias a la celebración regular de referendos. Otra peculiaridad es el servicio militar: un porcentaje de los hombres que lo realizan permanece durante años como reservistas, con la obligación de guardar en su casa la famosa navaja suiza y sus armas personales, lo que produce situaciones curiosas, como una vez en que mis padres estaban en casa de unos amigos celebrando una fiesta y un vecino bajó a solicitarles amablemente, rifle en mano, que bajaran el volumen de la música.

A pesar de eso, el nivel de vida suizo en muchos aspectos está a años luz del nuestro. Por poner un ejemplo, cuando era pequeña mi madre me llevaba a una guardería gratuita que, en principio, era para madres solteras, aunque admitían también a hijos de casados como mis padres. Lo de las guarderías públicas era algo que se daba por descontado. Aquí seguimos sin llegar a ese nivel ni cuarenta años después, en pleno siglo XXI. Los derechos de los trabajadores también se respetaban a niveles que aquí tampoco hemos alcanzado aún. Por desgracia, hoy los emigrantes no son bien recibidos como entonces, cuando la mano de obra del resto de Europa levantó la economía suiza, y hay un importante núcleo xenófobo instalado en su sociedad. Pero al menos entonces mi padre era tratado con un respeto en la fábrica por parte de sus superiores del que no ha vuelto a gozar aquí. 

"¡Joder! ¡En el plano venía bien clarito que había una piscina!"

Así que cuando mis padres volvieron conmigo a España (más que nada porque, o era volver antes de que yo empezara el colegio, o ya era prácticamente quedarse allí para siempre), se encontraron con una España fea y sucia, producto de cuarenta años de dictadura que habían sumido al país en la miseria. Porque la pobreza es otra historia. Puede haber dignidad en la pobreza, aunque sea difícil mantenerla. Pero la miseria siempre es indigna, y con esa falta de dignidad se engancha como una garrapata y se infiltra como agua de alcantarilla hasta los huesos. Especialmente la miseria moral, que tanto abundó en el franquismo; que fue lo que lo sustentó, de hecho. En estos últimos treinta y tantos años, hemos hecho lo que hemos podido por sacarnos esa miseria de dentro, por limpiar el país, por devolverle la belleza que los años habían ajado y que la suciedad de siglos siempre había ocultado. Pero la miseria permanecía en el subsuelo, esperando el momento propicio para volver a aflorar. Empezó a hacerlo por donde menos nos lo esperábamos: por todos esos barrios nuevos, aparentemente lustrosos, de bloques de pisos clónicos con patios de vecinos ajardinados y apiscinados, que nos hicieron creer que todos éramos ya clase media, que la caspa pintada de colores ya no es caspa sino confeti. Irónicamente, el dinero con el que se pagaban esos pisos circuló por las cloacas de forma tan subterránea como fluida, removiendo la miseria subyacente hasta que ésta brotó como géiseres que hicieron saltar las tapas de las alcantarillas y nos salpicaron a todos. Lo llamaron crisis, y con la excusa de evitar la vuelta a la pobreza, nos están hundiendo en la miseria de nuevo. Los herederos del franquismo vuelven a campar a sus anchas y para reinstaurar su reinado de miseria recurren a leyes viejas disfrazadas de nuevas. ¿Y qué ocurre cuando intentas disimular la vejez a base de capas de maquillaje? Que se resalta la fealdad.

No quiero una España fea. Ni aunque me la maquillen con buenas intenciones, como el anuncio de esa marca de charcutería, o como ese programa de la 1 en la que ejercen la caridad de la España rancia y fea de cuando vivía ese señor bajito y feo. Quiero una España con la cara lavada. A lo mejor no es tampoco demasiado guapa. Pero con que sea normalita me vale. 

PD: prometo que mi próxima entrada será menos intensa :P. Por si no me da tiempo a escribir nada antes, feliz 2014 a todos :).

No hay comentarios:

Publicar un comentario