“De pronto, mientras los otros hablaban, Legolas se quedó callado; y mirando a lo lejos vio unas aves marinas blancas que volaban al sol por encima del Río.
-¡Mirad! -exclamó-. ¡Gaviotas! Se alejan volando tierra adentro. Me maravillan, y al mismo tiempo me turban el corazón. Nunca en mi vida las había visto, hasta que llegamos a Pelargir, y allí las oí gritar en el aire mientras cabalgábamos a combatir en la batalla de los navíos. Y quedé como petrificado, olvidándome de la guerra de la Tierra Media: pues las voces quejumbrosas de esas aves me hablaban del Mar. ¡El Mar! ¡Ay! Aún no he podido contemplarlo. Pero en lo profundo del corazón de todos los de mi raza late la nostalgia del Mar, una nostalgia que es peligroso remover. ¡Ay, las gaviotas! Nunca más volveré a tener paz, ni bajo las hayas ni bajo los olmos.”
El señor de los anillos: el retorno del rey.
He vivido en el
interior toda mi vida. Nací en Suiza, uno de los países que más alejados se
encuentran del mar dentro del continente europeo. Y luego me crié y he vivido
siempre en Madrid. Me encantaba ir a la piscina porque adoro estar en el agua,
pero la extensión de agua más grande que conocía era el estanque del Retiro. No
conocí el mar hasta los 13 años. Tengo muy vívido el recuerdo: primero ver a lo
lejos el azul de las aguas fundirse con el azul del cielo en la tenue línea del
horizonte, mientras me acercaba a Benidorm, donde vivían unos tíos míos, por la
carretera de la costa que recorría el autobús en el que viajaba. Y luego, nada
más bajar del autobús, antes incluso de ver la playa, llegarme el olor a sal,
casi tan contundente como una bofetada, pero más vivificante que ningún
perfume.
Cuando, al año
siguiente, leí por primera vez El señor de los anillos, al llegar al
párrafo que he copiado al principio de esta entrada comprendí perfectamente a
Legolas. Como el elfo silvano, hasta que conocí el mar el aire más fresco que
había respirado era el de las montañas y los bosques de la sierra. Sigue
encantándome el aire tenue de las alturas, pero desde los 13 años estoy
fascinada por el mar y ya no me abandona la nostalgia por las olas, la brisa
perfumada de sal y esa inmensidad siempre en movimiento, unas veces azul, otras
verde, otras gris, que al mismo tiempo atrae y aterra. Una compañera de la
facultad, de familia asturiana, decía que me envidiaba porque ella, que conoció
el mar cuando era un bebé, no tenía un recuerdo consciente de esa primera vez.
Yo la envidiaba a ella porque se iba de vacaciones a la costa asturiana todos
los veranos. Y no es que me atraiga especialmente el turismo de playa; lo que
me gusta es estar metida en el agua, flotar en ella, nadar y bucear, y para eso
nada mejor que el mar, aunque a falta de playa buenas sean las piscinas y los
ríos. En cualquier caso, desde entonces no he tenido muchas oportunidades de
volver al mar. De vacaciones en plan playero he ido cinco veces contadas en mi
vida, y de viaje a ciudades costeras otras seis o siete como mucho. Es lo que
tiene ser pobre, no tienes muchas oportunidades de viajar de forma asequible,
aunque he aprovechado lo que he podido.
La última vez que estuve de vacaciones y me pude bañar en el mar fue en el
verano de 2014, en Chiclana. Estuve en la playa de la Barrosa, que me encantó.
La última vez que vi el mar fue en marzo de este año, pero no para bañarme ni
mucho menos. Ni el tiempo era el apropiado, ni viajaba con ese propósito. Pero
al menos pude darme un paseo por la playa, que también tiene su encanto en
invierno. Desde que visité ciudades como Gijón y Barcelona he sentido el anhelo
de vivir en una ciudad costera. Por muy poca cosa que sea la ciudad, con mar
siempre gana en comparación con una ciudad de interior. Mi sueño sería vivir mi
jubilación en una de esas ciudades, como una Legolas de la vida antes de partir
desde los Puertos Grises. Si llego a jubilarme y la pensión me lo permite, claro.
Por eso me quedé a cuadros cuando, una de las dos veces que he estado en
Málaga, me llamó la atención que muchas de las factorías que habían prosperado
en los siglos XIX y XX estaban construidas de cara al interior, dando la
espalda al mar. Un familiar me explicó que en esa época, salvo la industria
pesquera, el resto de las industrias y de la ciudad en general no tenían un
especial interés en el mar, del que no sacaban beneficio, hasta que comenzó a
explotarse el turismo, claro. Así que no era raro que muchas de las principales
construcciones de la época en Málaga fueran edificadas de espaldas al mar. A mí
me parecía inconcebible vivir ignorando una belleza tan inmensa, pero supongo que los que
han vivido siempre a su lado no le dan la misma importancia.
Yo sí se la doy, justo porque es lo que más echo en falta ahora. Llevo varios veranos sin poder irme de vacaciones, bien por andar escasa de dinero, bien porque me toca trabajar precisamente cuando todo el mundo disfruta de su descanso anual. Para remate, tuvo que venir la pandemia, que terminó por hundirme en la monotonía. Total, que llevo ocho años sin tener unas vacaciones en condiciones (no, ir al pueblo con la familia para mí no cuenta como vacaciones de verdad, y desde hace cuatro años tampoco tengo esa opción). Y estoy agotada, de verdad. Sobre todo mentalmente. Necesitaría un mes en una isla desierta, así os lo digo. Madrid, por muchas circunstancias, se me está haciendo insoportable. No me queda más remedio de momento que aguantar, y tiro para adelante por el bienestar de mis hijos y por la inercia, pero cada día me cuesta más. Intento llevarlo lo mejor posible, pienso en el dinero que puedo ahorrar si no me doy el capricho de irme de vacaciones, pero es que para mi salud mental ya está dejando de ser un capricho para convertirse en una necesidad. Este año ya me he resignado, pero como el año que viene no pueda escaparme aunque sea cuatro o cinco días, me va a dar un patatús. Porque una va tirando, y aguanta, y aguanta, y piensa “bueno, si no es este año, al que viene” y con esa esperanza sigo teniendo fuerzas para tirar. Pero a veces la esperanza no basta. Nunca se sabe qué puede torcerse y frustrar tus planes a largo plazo. Muchas veces no puedes tener planes a largo plazo. Ni siquiera a corto plazo sabes lo que puede ocurrir. Hace unos días me enteré de que un compañero de trabajo del Clínico había muerto: iba al trabajo en moto por la mañana temprano cuando un coche se le cruzó por delante y lo atropelló. Lo mismo habéis visto la noticia, ese día murieron él y otro motorista en accidentes distintos. Mi compañero era un hombre de 43 años, un tipo estupendo lleno de energía y con muchos años por delante. Pero ya no tiene esos años. Se los han arrebatado. Ya no volverá a ver el mar. Así que llevo unos días dándole vueltas, de modo que a todo el cansancio físico y sobre todo psicológico que tengo acumulado ahora se une la ansiedad por no perder más ocasiones de conseguir lo que deseo o lo que necesito, porque nunca sabes si ésta va a ser la última vez que hagas algo. Que tampoco pido mucho, digo yo, pero a veces ni lo mínimo parece estar al alcance, y me desespero un poquito.
En fin, no me hagáis mucho caso. Esto sólo es un desahogo. Seguiré tirando adelante porque no me queda otra y porque aún no pierdo del todo la esperanza de volver a disfrutar de una vida normal y sin grandes contratiempos, aunque me cuesta cada vez más. No me rindo, primero porque hay dos personitas que dependen de mí y no puedo faltarles. Pero también porque otras veces me he hundido y he vuelto a salir a flote. Espero conseguirlo otra vez. Si estás leyendo esto y también te sientes estancado o hundido, no desesperes tú tampoco. Y, sobre todo, no vivas de espaldas al mar.
¡Al mar, al Mar! Claman las gaviotas blancas,
el viento sopla y la espuma blanca vuela.
Lejos al Oeste se pone el Sol redondo.
Navío gris, navío gris ¿no escuchas la llamada,
las voces de los míos que antes que yo partieron?
Partiré, dejaré los bosques donde vi la luz;
nuestros días se acaban, nuestros años declinan.
Surcaré siempre solo las grandes aguas.
Largas son las olas que se estrellan en la Playa Última,
dulces son las voces que llaman desde la Isla Perdida.
En Eressëa, el Hogar de los Elfos que los Hombres nunca descubrirán.
Donde las hojas no caen: la tierra de los míos para siempre.
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