domingo, 18 de diciembre de 2022

Reflexiones de mierda para el fin de (otro) año de mierda

Ayer por la mañana me presenté a un examen para unas oposiciones. No las voy a sacar, porque no he estudiado lo suficiente. No me voy a machacar más pensando que podría haber estudiado más (que podría, pero ni la cabeza ni mi escaso tiempo disponible me dan para mucho). Ahora me tomaré unos días de descanso mental y disfrutaré del hecho de hacer vida normal sin agobiarme porque tendría que aprovechar ese ratito libre para estudiar. Dentro de un par de semanas o un mes volveré a la carga para las próximas, pero ahora sólo quiero ocuparme de mis cosas y el poquito tiempo que tenga libre aprovecharlo para descansar y tocarme la barriga a dos manos cuando tenga ocasión. Necesito vaguear sin remordimientos, que es una cosa que a los pobres nos suele estar vedado. Si además eres mujer y madre, ni os cuento.

En fin. Ahora aprovecho este rato, mientras mis hijos están entretenidos jugando, para escribir en este blog, que llevo tiempo sin tocarlo apenas. Nunca he escrito un diario, esto es lo más se acerca a ese concepto, y tampoco suelo contar muchas intimidades, no sólo porque no quiera, sino también porque seguramente no os interesen. Mi vida es bastante anodina y no tengo nada especialmente interesante que contar. Ni siquiera cuando he sufrido reveses se puede decir que hayan sido acontecimientos dignos de narrar; mis historias desafortunadas no son trágicas, sólo patéticas, y tampoco tengo la suficiente gracia como para hacerlas interesantes y divertidas. Total, no me lee ni dios, así que tampoco se pierde nada.

De modo que normalmente dedico este blog, cuando tengo tiempo y ganas, a hablar de lo que me interesa, generalmente frikadas. Pero últimamente tampoco estoy inspirada en este sentido. El resultado es que cada vez escribo menos. Mi récord está en dos años largos sin tocar el blog, pero es que a la falta de tiempo se juntó la que hasta ahora ha sido la peor etapa de mi vida, y como que no estaba para escribir mucho. Ahora no estoy tan mal, pero tengo la sensación de vivir en el día de la marmota desde hace varios años, y a veces me siento bastante hastiada porque no acabo de ver una solución próxima a esta situación.

Pero, ya digo, mi situación no es nada excepcional. De hecho, buena parte de la gente que conozco está igual de empantanada que yo, o mucho peor. Lo que me hace pensar (inédito, yo teniendo ideas) que es bastante posible que nuestros problemas no los causemos nosotros solitos, como nos quiere hacer creer la ideología neoliberal de puta mierda que domina la sociedad actualmente. Incluso las desgracias personales, en principio imprevisibles y muchas veces inevitables, se podrían llevar mejor si contáramos con los medios necesarios para afrontarlas. Llamadme loca, pero se me ocurre que a lo mejor, a lo mejor, el problema es este sistema de mierda que está diseñado para explotarnos las 24 horas. Hace poco vi un vídeo en Instagram en el que una psicóloga explicaba la diferencia entre entretenerse y divertirse: el entretenimiento es algo más que nada pasivo, mientras que la diversión implica un comportamiento más activo por nuestra parte. No es que el entretenimiento sea negativo por naturaleza, pero cuando trabajas como un condenado para ganar un sueldo de mierda y sólo te queda un rato por la noche para descansar antes de dormir, no tienes el cuerpo para fiestas ni el cerebro para concentrarte y lo más probable es que acabes viendo alguna bazofia en la tele y sucumbas en el sofá. Y cuando no tienes trabajo, aunque tengas más tiempo libre (que no es además el caso cuando te tienes que ocupar de tu familia y tu casa), tampoco tienes dinero para gastarlo en actividades de ocio, que en esta sociedad rara vez suelen ser gratis. Así que para mucha gente su escaso tiempo de ocio se reduce a tragar mierdas tipo El Hormiguero o irse al parque a comer pipas y fantasear con unas vacaciones de las de pulserita. Estamos tan hechos polvo que sólo aspiramos al encefalograma plano, como una versión low cost del nirvana.

Lo entiendo, muchas veces me siento así. La mitad de los días, después de acostar a mis hijos, no me quedan ganas ni de ver un triste capítulo de una serie o de leer unas pocas páginas, sólo quiero dormir. Leer, ay, lo que me cuesta. Eso tal vez es lo que más me duele, he perdido por completo la capacidad de concentración y hasta las ganas de leer, con lo que yo he sido. Pierdo tiempo en las redes sociales como una gilipollas y luego no leo. Ojo, esto no es una diatriba contra las redes sociales, que me son útiles para mantener el contacto con amigos y gente a la que aprecio en general. Lo que me da pena es que me pasa como a Steven Tyler, al que una vez le preguntaron qué echaba de menos de su juventud y respondió: “Mi cabeza”. Al menos él se había frito las neuronas con las drogas, eso que se llevaría. Yo tengo el cerebro frito porque ya estoy mayor, por el estrés que me provocan las preocupaciones y por la puta pandemia que me ha terminado de rematar.

En fin. Si estás leyendo esto y te sientes como yo o peor, que sepas que no estás solo. No hagas caso a los que te quieren vender sus mierdas de energías positivas, programación neuropollística y otros timos pseudocientíficos. Lo que necesitamos son trabajos con sueldos decentes y condiciones laborales dignas, una sanidad y una educación públicas con los recursos suficientes para atendernos a todos y vivienda asequible para todo el mundo. Y, sobre todo, respetar a todas las personas, sea cual sea su condición. Esa cosa tan loca y tan comunista que sale en no sé qué artículo de la Constitución, que debe de estar impresa en papel de librillo porque todos los que mandan se la fuman. Mientras conseguimos esos objetivos votando sólo a quienes los promuevan, protestando y reivindicando lo que nos corresponde siempre que haga falta y ejerciendo los derechos que aún conservamos en teoría, quiero que seáis conscientes de que no estáis solos. Somos muchos. Soy ingenua, lo sé, pero me niego a aceptar que nuestro único futuro es Soylent Green. Como decía Rosendo, prefiero pensar que mañana nada va a ser igual.


Por si no escribo nada más hasta el próximo año, os deseo unas felices fiestas y que el año que viene sea mejor que éste. Yo creo que no es difícil.

sábado, 8 de octubre de 2022

Babel

Llevo prácticamente toda mi vida peleándome con el inglés. Metodologías de enseñanza reguleras, falta de tiempo, ganas y medios para ponerme a estudiarlo en serio… El resultado es que soy la típica española media que, como decía Gomaespuma, se define por llevar toda la vida intentando aprender a hablar inglés sin conseguirlo. Ha habido temporadas que lo llegué a odiar. Pero como buena parte de la literatura, música y cine que consumo están producidas en su origen en inglés, al final he ido pillando de aquí y de allá y ahora puedo entenderlo sin demasiada dificultad a la hora de leerlo y de oído voy pillando cosas, aunque no lo suficiente como para poder entenderlo todo y mantener una conversación fluida.

Quién te iba a decir que se iba a hacer famoso un grupo de rock mongol que canta en mongol

En fin, mis batallitas con el inglés son las de la mayoría de españoles mayores de treinta y tantos años. Pero hay algo que me molesta de este asunto: la hegemonía del dichoso inglés, por motivos que no voy a explicar porque son de sobra conocidos. Independientemente de que la enseñanza de idiomas en este país siempre haya sido bastante deficiente, antes por lo menos se escuchaba y se leía en una variedad mayor de idiomas. Mi caso tal vez sea especial porque mis padres, al vivir en Suiza durante unos años, tuvieron más acceso a todo tipo de música, principalmente en francés e italiano, y cuando volvimos a España se trajeron un buen cargamento de cintas grabadas que me crié escuchando. Pero aquí también se escuchaba mucha de esa música, al menos hasta los años 80. Creo que en los 80 fue justo cuando se impuso esa hegemonía del inglés, fastidiando de paso a todos los que en el colegio habían estudiado francés porque era la lengua diplomática y de prestigio hasta entonces.

Así que, mientras el cine italiano se iba a la mierda y el francés, quitando la puñetera comedia francesa del año, también perdía cuota de mercado y los blockbusters americanos dominaban la cartelera, el pop rock en inglés se hizo el amo y señor de las listas de éxitos y, quitando algunos éxitos ocasionales, el francés y el italiano prácticamente desaparecieron del mapa musical de nuestro país. Ya de otras lenguas ni hablemos. Ni siquiera en un certamen como Eurovisión, en el que por lógica sería normal escuchar canciones en distintos idiomas, se han librado de la hegemonía del inglés, en el que se cantan más de la mitad de las canciones desde hace años.

A mucha gente le dará igual; aunque sea algo que no consigo entender del todo porque para mí escuchar música a diario es tan necesario como respirar, para empezar a bastantes personas la música no les entusiasma especialmente y pueden pasar mucho tiempo sin escucharla, y cuando lo hacen es lo que suena en la radiofórmula o en los sitios de marcha que están de moda y poco más, así que tampoco prestan mucha atención y les da exactamente igual si se canta en inglés o en español o en otra lengua. Total, en español muchas veces tampoco se entiende, sobre todo desde que se pusieron de moda el reguetón y el trap. 

 

Menos mal que ellos decidieron cantar en italiano. L'italiano è la lingua più bella del mondo

Pero yo sí noto esa falta de variedad, y la echo de menos. No sólo porque esté acostumbrada a la música en francés e italiano, sino porque me gusta apreciar la belleza propia de cada lengua y las diferencias entre otros idiomas y el nuestro. Deformación de haber estudiado Filología, supongo. El caso es que, si buscas, claro que encuentras. Pero ya tienes que hacer una búsqueda activa, y para eso debes conocer algo de base para saber qué quieres buscar y dónde. Si no fuera porque crecí escuchando música en otros idiomas, lo mismo ni se me ocurriría buscarla ahora, y aunque me la encontrara puede que no me gustara por la falta de costumbre. Pero hay música digna de ser apreciada en todos los idiomas. Y, por suerte, muchos artistas que siguen cantando en sus idiomas maternos porque o no saben hablar inglés o no les da la gana y porque sienten que transmiten mejor sus ideas y sentimientos en su propia lengua y que sus seguidores los aprecian mejor cuando les hablan en su idioma. Pero incluso aunque no seas hablante de ese idioma muchas veces te satisface más escuchar a esos artistas en su lengua natal porque sientes más auténtica su música. Caray, si el alemán me suena menos áspero desde que me aficioné a Rammstein, y de ver series de anime el japonés ya no me suena raro.

Ich liebe dich


Pues eso. Que quiero reivindicar que se escuche más música en otros idiomas. La variedad lingüística siempre será una riqueza para cualquiera, y aunque no los entendamos los podemos disfrutar porque lo mejor de la música es que no hace falta entenderla a un nivel racional para disfrutarla. Y quién sabe, lo mismo os gusta tanto lo que escucháis que os entran ganas de aprender ese idioma que os suena tan bien, y eso nunca está de más. Escuchad a quien queráis, pero si podéis no os quedéis en lo más oído de las listas de éxitos de Spotify o Youtube.  




sábado, 27 de agosto de 2022

Una gaviota en Madrid

“De pronto, mientras los otros hablaban, Legolas se quedó callado; y mirando a lo lejos vio unas aves marinas blancas que volaban al sol por encima del Río.

-¡Mirad! -exclamó-. ¡Gaviotas! Se alejan volando tierra adentro. Me maravillan, y al mismo tiempo me turban el corazón. Nunca en mi vida las había visto, hasta que llegamos a Pelargir, y allí las oí gritar en el aire mientras cabalgábamos a combatir en la batalla de los navíos. Y quedé como petrificado, olvidándome de la guerra de la Tierra Media: pues las voces quejumbrosas de esas aves me hablaban del Mar. ¡El Mar! ¡Ay! Aún no he podido contemplarlo. Pero en lo profundo del corazón de todos los de mi raza late la nostalgia del Mar, una nostalgia que es peligroso remover. ¡Ay, las gaviotas! Nunca más volveré a tener paz, ni bajo las hayas ni bajo los olmos.”

El señor de los anillos: el retorno del rey.

 


He vivido en el interior toda mi vida. Nací en Suiza, uno de los países que más alejados se encuentran del mar dentro del continente europeo. Y luego me crié y he vivido siempre en Madrid. Me encantaba ir a la piscina porque adoro estar en el agua, pero la extensión de agua más grande que conocía era el estanque del Retiro. No conocí el mar hasta los 13 años. Tengo muy vívido el recuerdo: primero ver a lo lejos el azul de las aguas fundirse con el azul del cielo en la tenue línea del horizonte, mientras me acercaba a Benidorm, donde vivían unos tíos míos, por la carretera de la costa que recorría el autobús en el que viajaba. Y luego, nada más bajar del autobús, antes incluso de ver la playa, llegarme el olor a sal, casi tan contundente como una bofetada, pero más vivificante que ningún perfume.


Cuando, al año siguiente, leí por primera vez El señor de los anillos, al llegar al párrafo que he copiado al principio de esta entrada comprendí perfectamente a Legolas. Como el elfo silvano, hasta que conocí el mar el aire más fresco que había respirado era el de las montañas y los bosques de la sierra. Sigue encantándome el aire tenue de las alturas, pero desde los 13 años estoy fascinada por el mar y ya no me abandona la nostalgia por las olas, la brisa perfumada de sal y esa inmensidad siempre en movimiento, unas veces azul, otras verde, otras gris, que al mismo tiempo atrae y aterra. Una compañera de la facultad, de familia asturiana, decía que me envidiaba porque ella, que conoció el mar cuando era un bebé, no tenía un recuerdo consciente de esa primera vez. Yo la envidiaba a ella porque se iba de vacaciones a la costa asturiana todos los veranos. Y no es que me atraiga especialmente el turismo de playa; lo que me gusta es estar metida en el agua, flotar en ella, nadar y bucear, y para eso nada mejor que el mar, aunque a falta de playa buenas sean las piscinas y los ríos. En cualquier caso, desde entonces no he tenido muchas oportunidades de volver al mar. De vacaciones en plan playero he ido cinco veces contadas en mi vida, y de viaje a ciudades costeras otras seis o siete como mucho. Es lo que tiene ser pobre, no tienes muchas oportunidades de viajar de forma asequible, aunque he aprovechado lo que he podido.


La última vez que estuve de vacaciones y me pude bañar en el mar fue en el verano de 2014, en Chiclana. Estuve en la playa de la Barrosa, que me encantó. La última vez que vi el mar fue en marzo de este año, pero no para bañarme ni mucho menos. Ni el tiempo era el apropiado, ni viajaba con ese propósito. Pero al menos pude darme un paseo por la playa, que también tiene su encanto en invierno. Desde que visité ciudades como Gijón y Barcelona he sentido el anhelo de vivir en una ciudad costera. Por muy poca cosa que sea la ciudad, con mar siempre gana en comparación con una ciudad de interior. Mi sueño sería vivir mi jubilación en una de esas ciudades, como una Legolas de la vida antes de partir desde los Puertos Grises. Si llego a jubilarme y la pensión me lo permite, claro. Por eso me quedé a cuadros cuando, una de las dos veces que he estado en Málaga, me llamó la atención que muchas de las factorías que habían prosperado en los siglos XIX y XX estaban construidas de cara al interior, dando la espalda al mar. Un familiar me explicó que en esa época, salvo la industria pesquera, el resto de las industrias y de la ciudad en general no tenían un especial interés en el mar, del que no sacaban beneficio, hasta que comenzó a explotarse el turismo, claro. Así que no era raro que muchas de las principales construcciones de la época en Málaga fueran edificadas de espaldas al mar. A mí me parecía inconcebible vivir ignorando una belleza tan inmensa, pero supongo que los que han vivido siempre a su lado no le dan la misma importancia.

 

Yo sí se la doy, justo porque es lo que más echo en falta ahora. Llevo varios veranos sin poder irme de vacaciones, bien por andar escasa de dinero, bien porque me toca trabajar precisamente cuando todo el mundo disfruta de su descanso anual. Para remate, tuvo que venir la pandemia, que terminó por hundirme en la monotonía. Total, que llevo ocho años sin tener unas vacaciones en condiciones (no, ir al pueblo con la familia para mí no cuenta como vacaciones de verdad, y desde hace cuatro años tampoco tengo esa opción). Y estoy agotada, de verdad. Sobre todo mentalmente. Necesitaría un mes en una isla desierta, así os lo digo. Madrid, por muchas circunstancias, se me está haciendo insoportable. No me queda más remedio de momento que aguantar, y tiro para adelante por el bienestar de mis hijos y por la inercia, pero cada día me cuesta más. Intento llevarlo lo mejor posible, pienso en el dinero que puedo ahorrar si no me doy el capricho de irme de vacaciones, pero es que para mi salud mental ya está dejando de ser un capricho para convertirse en una necesidad. Este año ya me he resignado, pero como el año que viene no pueda escaparme aunque sea cuatro o cinco días, me va a dar un patatús. Porque una va tirando, y aguanta, y aguanta, y piensa “bueno, si no es este año, al que viene” y con esa esperanza sigo teniendo fuerzas para tirar. Pero a veces la esperanza no basta. Nunca se sabe qué puede torcerse y frustrar tus planes a largo plazo. Muchas veces no puedes tener planes a largo plazo. Ni siquiera a corto plazo sabes lo que puede ocurrir. Hace unos días me enteré de que un compañero de trabajo del Clínico había muerto: iba al trabajo en moto por la mañana temprano cuando un coche se le cruzó por delante y lo atropelló. Lo mismo habéis visto la noticia, ese día murieron él y otro motorista en accidentes distintos. Mi compañero era un hombre de 43 años, un tipo estupendo lleno de energía y con muchos años por delante. Pero ya no tiene esos años. Se los han arrebatado. Ya no volverá a ver el mar. Así que llevo unos días dándole vueltas, de modo que a todo el cansancio físico y sobre todo psicológico que tengo acumulado ahora se une la ansiedad por no perder más ocasiones de conseguir lo que deseo o lo que necesito, porque nunca sabes si ésta va a ser la última vez que hagas algo. Que tampoco pido mucho, digo yo, pero a veces ni lo mínimo parece estar al alcance, y me desespero un poquito.

 

En fin, no me hagáis mucho caso. Esto sólo es un desahogo. Seguiré tirando adelante porque no me queda otra y porque aún no pierdo del todo la esperanza de volver a disfrutar de una vida normal y sin grandes contratiempos, aunque me cuesta cada vez más. No me rindo, primero porque hay dos personitas que dependen de mí y no puedo faltarles. Pero también porque otras veces me he hundido y he vuelto a salir a flote. Espero conseguirlo otra vez. Si estás leyendo esto y también te sientes estancado o hundido, no desesperes tú tampoco. Y, sobre todo, no vivas de espaldas al mar.

 

¡Al mar, al Mar! Claman las gaviotas blancas,

el viento sopla y la espuma blanca vuela.

Lejos al Oeste se pone el Sol redondo.

Navío gris, navío gris ¿no escuchas la llamada,

las voces de los míos que antes que yo partieron?

Partiré, dejaré los bosques donde vi la luz;

nuestros días se acaban, nuestros años declinan.

Surcaré siempre solo las grandes aguas.

Largas son las olas que se estrellan en la Playa Última,

dulces son las voces que llaman desde la Isla Perdida.

En Eressëa, el Hogar de los Elfos que los Hombres nunca descubrirán.

Donde las hojas no caen: la tierra de los míos para siempre.

 

The Arran Boat