martes, 3 de noviembre de 2020

Mentalidad de covid

 

Esta mañana he vuelto al centro de Madrid. La última vez fue el 6 de marzo. Recuerdo esa fecha porque esa mañana fui a recoger a un amigo a Barajas y fuimos al centro a comer y a hacer tiempo antes de encaminarnos a una reunión inesperada (para él). Ya entonces sabíamos que la situación a causa del covid no era buena, pero no teníamos ni idea de la que se nos venía encima. Una semana más tarde, yo ya estaba confinada en mi casa. Hoy, casi 8 meses exactos después, he tomado por primera vez el metro desde aquel día porque tenía que ir a que me graduaran la vista para unas lentillas nuevas en mi óptica de siempre y ya he aprovechado para visitar a mis amigos de Atlántica Juegos. No me había atrevido a hacerlo antes porque tenía miedo de meterme en un metro abarrotado de gente y salir de él con el bicho incorporado, pero el trayecto fuera de hora punta ha sido tranquilo y no creo que haya corrido mucho riesgo.

La experiencia ha sido curiosa y un poco triste. Un martes lluvioso por la mañana nunca es el momento en que más abarrotado está el centro de cualquier ciudad, evidentemente, pero, sin ser la ciudad fantasma que fue durante los meses de confinamiento estricto, tampoco ha vuelto a la normalidad antes de la pandemia. De hecho, me pregunto si alguna vez volveremos a esa normalidad, aunque el covid termine por ser controlado gracias a una futura vacuna o algún tratamiento efectivo.

 

Madrid, calle Preciados, esta mañana

Me explico: alguna vez he hablado con otras personas de lo que yo llamo “mentalidad de pobre”. En la generación de mis padres se puede solapar con la mentalidad de posguerra: se criaron, si no en la miseria, sí en una austeridad agobiante por muchos motivos, y eso les ha dejado mucha huella. Seguro que muchos de vosotros sabéis a lo que me refiero: vuestros padres o vuestros abuelos es muy posible que sean de esa gente que no tira nada si piensa que puede tener arreglo o le puede servir a alguien de la familia, que considera pecado tirar un cuscurro de pan duro, que aprovecha al máximo el uso de cualquier prenda de ropa, mueble, herramienta o aparato, que ahorra como hormiguita todo lo que puede, todo “por si acaso”. Es una mentalidad que tienen grabada a fuego y que no abandonan aunque ahora vivan de forma mucho más cómoda y desahogada que cuando eran niños. Es cierto que es una mentalidad útil en tiempos de crisis y les ha salvado de muchos problemas, pero también puede cronificarse y convertirse en un obstáculo que les impide disfrutar de los pequeños placeres de la vida porque les cuesta mucho darse un capricho de vez en cuando aunque puedan, y si lo hacen no lo disfrutan al 100% porque hay una vocecita muy al fondo de su cabeza que les susurra que están malgastando ese dinero que tanta falta les puede hacer si un día les vienen mal dadas.

Estos últimos 8 meses han sido muy duros. No sabemos hasta cuándo durará esta situación, o si nos volverá a tocar estar confinados como en marzo, o “sólo” tener que acatar una restricción de movimientos que antes sólo asociábamos a tiempos de guerra y dictadura. No sé a vosotros, pero a mí me está afectando más de lo que esperaba. Al principio, incluso en los momentos de reclusión más estricta, no noté mucha diferencia. Total, mi vida social ya era casi inexistente y llevaba unos meses en el paro, así que mi situación no cambiaba demasiado. Pero incluso después de levantarse el confinamiento, mi vida sigue estando muy limitada, y por pura precaución y porque tampoco puedo hacer mucho más he seguido practicando el aislamiento. Puedo salir de casa cuando quiera, pero tampoco hago mucho más aparte de salir a comprar y llevar a los niños al colegio, y quedar una vez o dos al mes con unos pocos amigos del barrio de toda la vida para dar un paseo y como mucho tomar una caña en una terraza. Por suerte las redes sociales y de comunicación me mantienen en contacto con el resto de mis amigos, pero echo de menos poder quedar con ellos cuando quiera y hacer una escapadita para visitar a los que viven fuera de mi ciudad; podría haberlo hecho este verano, pero no me atreví. Sé que es lo que debo hacer, pero me siento cada vez más cansada y desanimada. Físicamente lo único que me ha afectado es el aumento de peso, pero anímicamente estoy agotada. Cada vez estoy más irritable, más malhumorada, más triste. Creo que todos, unos en mayor medida que otros, vamos a salir bastante tocados de esta experiencia. Antes pensaba que con el tiempo ese malestar iría remitiendo una vez que volviéramos a la normalidad. Pero ahora empiezo a pensar que nunca vamos a volver a esa normalidad al 100%, aunque el covid sea controlado, incluso anulado. No sólo porque estamos entrando en una crisis económica muy grave de la que vamos a tardar años en recuperarnos, si es que lo hacemos, sino, sobre todo, porque temo que, a semejanza de nuestros padres y abuelos, en los que quedó marcada la impronta de la mentalidad de posguerra, quede marcada en nosotros la mentalidad de covid y ya no disfrutemos igual que antes de la libertad de movimiento, de salir de viaje, de reunirnos libremente para celebrar lo que sea, no ya sólo porque las circunstancias externas nos amarguen, sino porque nuestro ánimo ya no se recupere incluso aunque la situación mejore y perdamos la poca esperanza que nos queda en el futuro. Ya muchos de nosotros nos hemos acostumbrado, mejor o peor, a vivir en crisis permanente, y esto puede ser el remate. Tengo miedo de vivir el resto de mi vida con miedo.

Siento no ser muy positiva ahora mismo. Probablemente mañana me levantaré de mejor humor y pensaré “joder, qué ceniza soy”. Pero tampoco quiero autoengañarme con misterwonderfulleces. Ojalá dentro de unos años, cuando sea vieja, hable de esto con mis hijos y mis posibles nietos y nos lo podamos tomar con humor dentro de lo posible. Pero sé que esto nunca se nos va a olvidar.

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