Esta noche he visto Klaus, la película de animación,
y me ha gustado mucho. Es muy bonita, se agradece ver un tipo de animación con
una estética distinta a la de Disney para variar y transmite un mensaje simple y reconfortante. El día anterior vi Los dos papas, la película sobre
Benedicto XVI y su sucesor, el papa Francisco, de la que el Vaticano estará
contento porque es muy buena publicidad para el actual papa, pero también es
verdad que es muy buena película y, si non è vero, è ben trovato. El
caso es que las dos basan sus historias en parte en el mismo hecho: la creencia
en seres imaginarios, y me parece curioso que hayan coincidido más o menos en
el mismo tiempo y que las dos me hayan hecho disfrutar mucho al verlas, sin ser
creyente ni nada de eso yo.
- Así que está complicada la cosa en la diócesis de Desembarco... - ¡Buf! No lo sabes tú bien, está que explota. |
En Papá Noel, evidentemente, hace muchísimos años
que dejé de creer, y en Dios hace algunos menos, pero también bastantes. De
niña sí creía, claro. En mi generación, aunque hay algunas (muy escasas)
excepciones, normalmente era impensable que no te educaran en la religión
dominante: me bautizaron, hice la comunión porque era lo que había que hacer, y
aunque después de eso apenas volví a pisar una iglesia, seguí sintiéndome
creyente durante unos años más, entre otras cosas porque en el instituto tuve
un profesor de religión, José Luis, uno de esos curas progres de los que ya no
quedan, que se tiraba mucho el rollo y en vez de enchufarnos aquel vídeo ultra gore
sobre el aborto que tanto proliferó por los institutos en los años 80 y 90 nos
ponía El muro de Pink Floyd, le gustaba el heavy (se había aficionado gracias
a los Stryper) y, sobre todo, era un hombre bueno y razonable con el que podías
hablar de todo sin que se escandalizara y te juzgara. Gracias a él y a unos
pocos ejemplos más sé que hay gente buena y decente dentro de la Iglesia, igual
que tengo algunos amigos creyentes que son sinceros en su fe y que ésta les
ayuda a ser mejores personas. Por eso, cuando he visto Los dos papas, he
sentido un poco de pena mezclada con el buen sabor de boca que te deja al final
la película, porque me ha provocado cierta nostalgia por aquella fe que perdí
hace tanto. Cuando todavía me reconfortaba pensar que existía un ente superior
que podía escucharme y me importaba lo que un señor vestido de blanco pudiera
hacer o decir, ya que pensaba que tenía verdadero poder para contribuir a eliminar
lo malo que hay en el mundo en nombre de ese ente superior. Sí, yo fui otra víctima de Las sandalias
del pescador. Echadle las culpas a Anthony Quinn, el hombre que, como decía
mi padre, podía interpretar cualquier papel, hasta de mierda, y hacerlo
magistralmente.
Pero poco a poco fui dejando de tener fe. No mucho después de dejar el
instituto ya me empecé a plantear si creía de verdad o sólo creía que creía.
Durante bastantes años me consideré agnóstica, pero al final llegué a un punto
en el que me pareció que el agnosticismo no era más que una excusa para no
admitir que en realidad no creía en ninguna entidad superior, porque admitir
eso da un poco de vértigo cuando es lo que te han estado inculcando desde
siempre y porque, la verdad, dejar de creer en que hay una especie de padre que
te sigue ayudando desde arriba aunque ya seas adulto y admitir que no habrá otra
vida más allá de la muerte acojona un poquito. Ya eres adulto, no puedes
esperar ayuda ni tampoco vas a poder corregir tus errores, la vida no tiene
control+z. Es una putada, pero como buena hobbit soy más bruta que un arado y
prefiero la verdad aunque duela. Y joder que si duele. A veces desearía ser más
crédula, pero no puedo, no me sale. Qué le voy a hacer.
Así que no hay dios, no hay papá Noel, los Reyes son los padres y el amor verdadero
es más difícil de encontrar que un votante de Vox que sea buena persona. Y
encima no me gustan los bocadillos de cordero, mecachis en la mar. No sé quién
será el cabrón que me echó unas gotas de café klachtiano en la copa, pero me
jodió más que si me hubieran echado burundanga. En fin, ya no tiene remedio.
Hablando de café klachtiano, me acuerdo cada vez más a menudo de Terry
Pratchett. Él se había tomado la cafetera entera, pero le salvaba su
sensibilidad extraordinaria y su profundo amor por la vida a pesar de todo.
Donde más lo noto es en los libros de Tiffany Dolorido. Sí, esos que en teoría están
destinados a un público más juvenil. Ja. Mis ovarios, juvenil. Que sí, claro
que lo pueden leer lectores adolescentes (es más, deberían), pero cada libro
tiene más cargas de profundidad que el anterior, y con ellos se puede aprender
más sobre filosofía y sobre la condición humana que con el programa entero de
filosofía de Bachillerato (si es que no la han quitado ya del currículum). La
relación que mantienen Tiffany y Yaya Ceravieja es especialmente ilustrativa al
respecto. Mi segunda bruja favorita (la primera es Tata Ogg, yo quiero ser como
Tata de mayor; de momento ya he tenido un señor Ogg y he ganado unos cuantos
kilos, ahora me faltan otros dos señores Ogg y unas merendolas y cervezas más,
estoy en ello. Me refiero a las merendolas y a las cervezas, lo de más señores Ogg
lo veo chungo), que a primera vista parece una misántropa de mucho cuidado,
enseña a Tiffany, más con la práctica que con las palabras, que la tarea de las
brujas, lejos de conseguir más poder para dominar a los demás, es ayudar a la
gente, incluso a pesar de que la propia gente muchas veces no se lo merezca. No
porque espere una recompensa de esas personas a las que ayuda, ni de un ente
superior que te vaya a premiar por haber sido buena. Es lo que hay que hacer, y
punto. Porque si no, el mundo se va a la mierda, y a pesar de todo lo malo que hay
en él, merece la pena. No estoy hablando siquiera de karma, no creo en el
karma, ni en esta vida ni en la otra (que ya hemos quedado en que seguramente
no exista). Pero sí creo que es necesario cierto equilibrio y debemos
respetarlo. Y que ese mismo equilibrio propicia que a veces sí se produzca
cierta justicia, aunque sea sólo poética. Muy pocas veces ocurre, pero sí. En ocasiones
discuto con mi madre porque ella no concibe el ateísmo, piensa que “en algo hay
que creer”, y yo no pienso igual que ella. No pienso que haya que creer en una
entidad superior que nos ha puesto aquí porque le ha salido de sus santas gónadas
o que nos premie o castigue según nos portemos. Pero sí creo en el amor: no me
refiero al tópico romántico, sino al que de verdad te llena y da sentido a la existencia.
Yo lo he conocido sobre todo gracias a mis hijos, otros gracias a su familia, a
sus amigos, a su pareja, a lo que de verdad les importa. A la vida, en general.
Somos lo que somos, no tenemos más. Ni menos. Con eso ya es suficiente. No lo
desaprovechemos.
Feliz 2020, y los que vengan.