Esta mañana he vuelto al
centro de Madrid. La última vez fue el 6 de marzo. Recuerdo esa fecha porque
esa mañana fui a recoger a un amigo a Barajas y fuimos al centro a comer y a
hacer tiempo antes de encaminarnos a una reunión inesperada (para él). Ya
entonces sabíamos que la situación a causa del covid no era buena, pero no
teníamos ni idea de la que se nos venía encima. Una semana más tarde, yo ya
estaba confinada en mi casa. Hoy, casi 8 meses exactos después, he tomado por
primera vez el metro desde aquel día porque tenía que ir a que me graduaran la
vista para unas lentillas nuevas en mi óptica de siempre y ya he aprovechado
para visitar a mis amigos de Atlántica Juegos. No me había atrevido a hacerlo
antes porque tenía miedo de meterme en un metro abarrotado de gente y salir de
él con el bicho incorporado, pero el trayecto fuera de hora punta ha sido
tranquilo y no creo que haya corrido mucho riesgo.
La experiencia ha sido curiosa y un poco triste. Un martes lluvioso por la
mañana nunca es el momento en que más abarrotado está el centro de cualquier
ciudad, evidentemente, pero, sin ser la ciudad fantasma que fue durante los
meses de confinamiento estricto, tampoco ha vuelto a la normalidad antes de la
pandemia. De hecho, me pregunto si alguna vez volveremos a esa normalidad,
aunque el covid termine por ser controlado gracias a una futura vacuna o algún
tratamiento efectivo.
Madrid, calle Preciados, esta mañana
Me explico: alguna vez
he hablado con otras personas de lo que yo llamo “mentalidad de pobre”. En la generación
de mis padres se puede solapar con la mentalidad de posguerra: se criaron, si
no en la miseria, sí en una austeridad agobiante por muchos motivos, y eso les
ha dejado mucha huella. Seguro que muchos de vosotros sabéis a lo que me
refiero: vuestros padres o vuestros abuelos es muy posible que sean de esa
gente que no tira nada si piensa que puede tener arreglo o le puede servir a
alguien de la familia, que considera pecado tirar un cuscurro de pan duro, que
aprovecha al máximo el uso de cualquier prenda de ropa, mueble, herramienta o aparato,
que ahorra como hormiguita todo lo que puede, todo “por si acaso”. Es una
mentalidad que tienen grabada a fuego y que no abandonan aunque ahora vivan de
forma mucho más cómoda y desahogada que cuando eran niños. Es cierto que es una
mentalidad útil en tiempos de crisis y les ha salvado de muchos problemas, pero
también puede cronificarse y convertirse en un obstáculo que les impide
disfrutar de los pequeños placeres de la vida porque les cuesta mucho darse un
capricho de vez en cuando aunque puedan, y si lo hacen no lo disfrutan al 100%
porque hay una vocecita muy al fondo de su cabeza que les susurra que están
malgastando ese dinero que tanta falta les puede hacer si un día les vienen mal
dadas.
Estos últimos 8 meses han sido muy duros. No sabemos hasta cuándo durará esta
situación, o si nos volverá a tocar estar confinados como en marzo, o “sólo”
tener que acatar una restricción de movimientos que antes sólo asociábamos a
tiempos de guerra y dictadura. No sé a vosotros, pero a mí me está afectando
más de lo que esperaba. Al principio, incluso en los momentos de reclusión más
estricta, no noté mucha diferencia. Total, mi vida social ya era casi
inexistente y llevaba unos meses en el paro, así que mi situación no cambiaba
demasiado. Pero incluso después de levantarse el confinamiento, mi vida sigue
estando muy limitada, y por pura precaución y porque tampoco puedo hacer mucho
más he seguido practicando el aislamiento. Puedo salir de casa cuando quiera,
pero tampoco hago mucho más aparte de salir a comprar y llevar a los niños al
colegio, y quedar una vez o dos al mes con unos pocos amigos del barrio de toda
la vida para dar un paseo y como mucho tomar una caña en una terraza. Por
suerte las redes sociales y de comunicación me mantienen en contacto con el
resto de mis amigos, pero echo de menos poder quedar con ellos cuando quiera y hacer
una escapadita para visitar a los que viven fuera de mi ciudad; podría haberlo
hecho este verano, pero no me atreví. Sé que es lo que debo hacer, pero me
siento cada vez más cansada y desanimada. Físicamente lo único que me ha
afectado es el aumento de peso, pero anímicamente estoy agotada. Cada vez estoy
más irritable, más malhumorada, más triste. Creo que todos, unos en mayor
medida que otros, vamos a salir bastante tocados de esta experiencia. Antes
pensaba que con el tiempo ese malestar iría remitiendo una vez que volviéramos
a la normalidad. Pero ahora empiezo a pensar que nunca vamos a volver a esa
normalidad al 100%, aunque el covid sea controlado, incluso anulado. No sólo
porque estamos entrando en una crisis económica muy grave de la que vamos a
tardar años en recuperarnos, si es que lo hacemos, sino, sobre todo, porque
temo que, a semejanza de nuestros padres y abuelos, en los que quedó marcada la
impronta de la mentalidad de posguerra, quede marcada en nosotros la mentalidad
de covid y ya no disfrutemos igual que antes de la libertad de movimiento, de
salir de viaje, de reunirnos libremente para celebrar lo que sea, no ya sólo porque las circunstancias externas nos amarguen, sino porque nuestro ánimo ya no se recupere incluso aunque la situación mejore y perdamos la poca esperanza que nos queda en el futuro. Ya muchos de
nosotros nos hemos acostumbrado, mejor o peor, a vivir en crisis permanente, y
esto puede ser el remate. Tengo miedo de vivir el resto de mi vida con miedo.
Siento no ser muy positiva ahora mismo. Probablemente mañana me levantaré de mejor humor y pensaré “joder, qué ceniza soy”. Pero tampoco quiero autoengañarme con misterwonderfulleces. Ojalá dentro de unos años, cuando sea vieja, hable de esto con mis hijos y mis posibles nietos y nos lo podamos tomar con humor dentro de lo posible. Pero sé que esto nunca se nos va a olvidar.