Desde que mis hijos van al
colegio, todos los otoños toca recogida de hojas. Las maestras de educación infantil
suelen aprovechar para que en cada cambio de estación los niños hagan algo
relacionado con la estación que toca y así aprendan de forma práctica, y en otoño
lo más socorrido es llevar hojas caídas a clase para formar una especie de mural
con ellas. Como los niños son como son, al menos los míos, se entusiasman y hoja
caída que ven, hoja caída que quieren llevar al colegio para dársela a su seño.
Me imagino a la pobre maestra tirando disimuladamente las hojas a la basura
cuando los niños no la ven. Por supuesto, también se traen hojas a casa y ahora
tengo unas cuantas decorando las habitaciones. Y sí, también he tirado unas
cuantas a la basura cuando no me ven :P.
El caso es que desde donde vivo hasta donde está el colegio de mis hijos las calles están flanqueadas por plátanos de sombra muy grandes. Son unos árboles majestuosos y producen unas hojas grandes y preciosas que en otoño toman unos tonos amarillos y pardos muy bonitos, con lo que el entusiasmo de mis hijos por recoger hojas se multiplica. La verdad es que me gusta ir a recogerlos al colegio paseando bajo la sombra de los plátanos, y el espectáculo en otoño es fantástico. Yo siempre había sido partidaria del verano, que sigue siendo mi estación favorita, pero desde hace unos años el otoño ha ganado muchos puntos gracias a circunstancias como esta. Incluso he vuelto a apreciar la lluvia, a la que había cogido bastante tirria durante la época en que me tocó llevar y traer al mayor al colegio cuando aún vivíamos en otro barrio y estaba matriculado en un colegio que tenía jornada partida. Lo mejor era que aún tenía que llevar al pequeño en el carrito y era un número de circo sacarlos a los dos, bajando el carrito a pulso por las escaleras (ascensor, ¿eso qué es? Los promotores de vivienda de los años 60 no tenían ni puta idea) y desplegando plástico y paraguas para llegar a tiempo por unas calles llenas de baches y sembradas de minas biológicas (es decir, cacas de perro). Todo eso cuatro veces al día=8 trayectos de ida y vuelta con el carrito del pequeño. Cada vez que veía una nube un poco negra deseaba mudarme a un país donde, como decía el adorable Alberto Pérez en su versión de la canción de Brassens “La tormenta” para el disco de La Mandrágora, si se oye llover será porque haga pis algún niño del vecindario.
El caso es que desde donde vivo hasta donde está el colegio de mis hijos las calles están flanqueadas por plátanos de sombra muy grandes. Son unos árboles majestuosos y producen unas hojas grandes y preciosas que en otoño toman unos tonos amarillos y pardos muy bonitos, con lo que el entusiasmo de mis hijos por recoger hojas se multiplica. La verdad es que me gusta ir a recogerlos al colegio paseando bajo la sombra de los plátanos, y el espectáculo en otoño es fantástico. Yo siempre había sido partidaria del verano, que sigue siendo mi estación favorita, pero desde hace unos años el otoño ha ganado muchos puntos gracias a circunstancias como esta. Incluso he vuelto a apreciar la lluvia, a la que había cogido bastante tirria durante la época en que me tocó llevar y traer al mayor al colegio cuando aún vivíamos en otro barrio y estaba matriculado en un colegio que tenía jornada partida. Lo mejor era que aún tenía que llevar al pequeño en el carrito y era un número de circo sacarlos a los dos, bajando el carrito a pulso por las escaleras (ascensor, ¿eso qué es? Los promotores de vivienda de los años 60 no tenían ni puta idea) y desplegando plástico y paraguas para llegar a tiempo por unas calles llenas de baches y sembradas de minas biológicas (es decir, cacas de perro). Todo eso cuatro veces al día=8 trayectos de ida y vuelta con el carrito del pequeño. Cada vez que veía una nube un poco negra deseaba mudarme a un país donde, como decía el adorable Alberto Pérez en su versión de la canción de Brassens “La tormenta” para el disco de La Mandrágora, si se oye llover será porque haga pis algún niño del vecindario.
Pero todo pasa y todo cambia.
Ahora mis dos minikingos van al colegio, ya me he librado de carritos y el
paseo se ha vuelto mucho más llevadero. Puedo disfrutar de ver caer las hojas y
llevármelas a casa si encuentro una especialmente bonita. Lo malo es que no
duran mucho. Dentro de la casa, con un ambiente más cálido y seco que fuera, se
marchitan más rápido y las puntas se doblan hacia dentro. Creo que de todas las
estaciones el otoño es la que más nos recuerda lo rápido que todo cambia y
desaparece. Hace tres años, por ejemplo, estaba cagándome en todo por culpa de
la lluvia. Hace casi dos años, la vida vino a darme una bofetada para
demostrarme que ese era el menor de mis problemas. Ahora puedo disfrutar de la
lluvia y de la caída de las hojas. No se puede dar nada por sentado. Esta
mañana, mientras volvía de llevar a los niños al colegio, sonaba en mi móvil,
gracias a la magia del azar, “To France” de Mike Oldfield en la versión de
Blind Guardian. Por si no habéis parado a escuchar alguna vez con atención la
letra de la canción, cuenta la historia de María Estuardo, la rival de Isabel I
de Inglaterra. Se crió en Francia, incluso fue reina consorte allí, pero tras
enviudar partió hacia Escocia sin saber que nunca volvería al país que la había
visto crecer. Yo he vuelto a donde empecé, como Lico Manuel en “Llanto de
pasión” (tenéis que oír la versión de 2015 de cuando Manolo García y Quimi Portet
se reunieron brevemente, es lo mejor que han hecho en su puta vida), sin
esperarlo tampoco, pero es lo que toca. Después del otoño llega el invierno,
pero luego vuelve la primavera. Siempre vuelve. Pero no por eso hay que dejar
de apreciar la belleza de las hojas caídas. Mientras mis hijos sean felices
recogiéndolas para llevárselas a su maestra, yo soy feliz. Y ahora os dejo, que
tengo que ir a buscarlos. Hasta pronto.