domingo, 20 de enero de 2019

Vida en pausa




Seguramente habréis leído alguna vez, o al menos echado una ojeada, a una novela romántica. Creo que, junto con la fantasía, es uno de los géneros más leídos y a la vez más denostados dentro de la literatura. Lo confieso, durante un tiempo me dio por leer novela romántica; supongo que una buena parte de las mujeres lectoras pasamos por esa fase. Tampoco soy una experta: sólo leí algunas novelas de Victoria Holt (hasta que un día me dio por coger prestado en la biblioteca Jane Eyre y me di cuenta que las tres o cuatro novelas de Holt que había leído eran una copia descarada y bastante inferior de la obra de Charlotte Brontë) y unas cuantas más de Johanna Lindsey. Esta autora, sin ser ninguna maravilla, escribe unas tramas entretenidísimas y sabe engancharte creando unos personajes que, aunque tópicos, resultan muy atractivos. Además, la muy cuca maneja muy bien el recurso de las sagas familiares, con lo que te acabas leyendo cuatro o cinco novelas del tirón protagonizadas por los hermanos, primos, amigos, etc., del protagonista de esa novela que te tuvo leyendo hasta las tantas de la madrugada. Pero llegó un momento en que me di cuenta de que su estructura narrativa se repetía invariablemente, y me acabé cansando. Y ese fue el fin de mi relación con las novelas románticas… hasta hace año y medio, más o menos.
No es mi propósito hacer un análisis exhaustivo de la novela romántica, otros ya lo han hecho mejor en formatos más adecuados que la entrada de un blog que no lee ni el Tato. Pero seguro que todos sabéis de qué hablo, no sólo por su temática, sino por la forma que suele adoptar, con una estructura bastante marcada que deja poco margen a las variaciones. Como comentaba unas líneas más arriba, si no eres especialmente entusiasta, te acabas cansando de leer lo que parece la misma novela repetida hasta la saciedad, con cambios eventuales de nombres de personajes y lugares, ambientaciones y poco más. También es cierto que las que sí son lectoras acérrimas adoran este género precisamente por eso: les da justo lo que quieren y son muy fieles a sus escritoras y a su género favorito, así que las editoriales suelen ir a lo seguro. ¿Para qué van a cambiar la fórmula si les funciona? (Nótese que hablo en femenino de lectoras y autoras porque es lo habitual, aunque seguro que también hay hombres que leen estas novelas pero no lo reconocen, y habrá más de un autor camuflado bajo seudónimo femenino, como el personaje de Jack Nicholson en “Mejor, imposible”, pero por lo que conozco la mayor parte de las autoras son mujeres bastante normales y alejadas de ese carácter tan neurótico, igual que sus lectoras).
Sí que es cierto que dentro del género hay muchos subgéneros que cubren prácticamente todo el rango de situaciones amorosas posibles, porque aunque sus lectoras sean fieles todo tiene un límite y no es plan de aburrirles con la misma historia siempre, y además son un público tan amplio como sus propios gustos personales. Ya digo que no soy experta; hablo sin basarme en datos, guiándome por impresiones personales. Pero, aparte de las tópicas novelitas de quiosco (colecciones como Jazmín o Harlequín que no creo que haya nadie que no conozca) que venden por millones, hay subgéneros como la novela romántica de ambientación histórica o la chick lit (novelas de temática contemporánea cuyos ejemplos más conocidos son El diario de Bridget Jones o Sexo en Nueva York) que triunfan desde hace décadas. Aparentemente hay muchas diferencias de unas a otras, pero todas tienen en común que la protagonista suele ser una mujer no muy afortunada en el amor y las peripecias que le conducen a encontrar por fin la pareja ideal. En los últimos años se lleva también la mezcla con otros géneros, destacando la novela romántica fantástica, como es el caso de la saga de Outlander de Diana Gabaldon, que además también añade a la mezcla el género histórico, y supongo que ahí se puede incluir la saga de Crepúsculo. También está en auge la novela romántica de corte más erótico, que no hay que confundir con la novela erótica propiamente dicha, pues sus fines son distintos. No nos engañemos, en 50 sombras de Grey, por mucho que ciertas escenas puedan poner cachondas a sus lectoras, lo que importa no es eso sin que la prota acabe felizmente casada con el tal Grey.
Como en cualquier otro género, en la novela romántica hay autoras y obras buenas, malas y regulares. Sí es cierto que las características del género, que lo abocan a una cierta rigidez estructural, no dan mucho margen a la originalidad, y eso dificulta que las buenas autoras puedan lucirse, a la vez que promueve la proliferación de novelitas escritas con el piloto automático (por cierto, que me da la sensación de que eso ocurre también mucho con la novela histórica, pero eso es tema para otra entrada). El caso es que, aparte de la calidad literaria que tuvieran o dejaran de tener las novelas románticas que en su momento leí, con el tiempo me di cuenta de que el género tenía otra característica que en su momento no detectaba, pero que ahora, con una conciencia feminista más desarrollada, no puedo dejar de notar: en muchas se dan situaciones que denotan relaciones amorosas enfocadas desde actitudes machistas.
Esto no es exclusivo de la novela romántica, por supuesto. La mentalidad machista está presente en todos los ámbitos de la sociedad y produce comportamientos que nos afectan tanto a mujeres como a hombres en todos los ámbitos. Pero en el ámbito concreto de la novela romántica, por su propia naturaleza, se nota más. Para empezar, el mismo concepto de amor romántico ya trae de serie nociones bastante tóxicas: la entrega y el sacrificio llevados a límites masoquistas, el perdonarlo todo por amor, supeditarlo todo a conseguir ese amor ideal, considerar que si no hay sufrimiento ni celos no es amor verdadero… En la novela romántica, en la que la que sólo se alcanza el final feliz cuando la protagonista consigue el amor que tanto anhela, es muy difícil evitar esos clichés. Creo que en parte por eso la novela romántica histórica tiene éxito: en contextos históricos en los que determinadas actitudes manifiestamente machistas eran habituales no choca tanto verlas reflejadas e incluso aceptadas como algo normal dentro de una relación romántica. Además, como en cualquier historia, se necesita que exista un conflicto a resolver; si no, no hay historia, y todas esas trabas que las distintas sociedades imponían a la hora de que las personas pudieran disfrutar del amor libremente (la obligatoriedad de la virginidad prematrimonial para las mujeres, los matrimonios concertados, la imposibilidad de divorciarte, el estigma de los hijos ilegítimos, etc.) dan mucho juego a la hora de crear una historia romántica. Así que muchas veces las protagonistas sufren todo tipo de trabas para conseguir su objetivo amoroso, y además son perseguidas, secuestradas, amenazadas, incluso torturadas y forzadas no sólo por sus antagonistas sino incluso por los que acabarán siendo sus amantes y después esposos. Situaciones que se entienden dentro de un contexto histórico, pero que en novelas ambientadas en la sociedad contemporánea no tendrían cabida... o eso pensaba yo. 
Hasta que me llegaron noticias de que había una saga de novelas que mezclaban el género romántico con el fantástico y que estaban teniendo mucho éxito. Sí, lo habéis adivinado: se trataba de Crepúsculo. Por curiosidad le pedí prestado el primer libro a mi cuñada, y además de bastante malo en cuanto a calidad literaria me pareció que la relación entre los protagonistas no era precisamente sana, y no ya porque él fuera un vampiro. El problema estaba en que establecían una relación bastante enfermiza en el sentido de lo que he comentado antes: ella estaba dispuesta a sacrificarlo todo por él, incluida su vida humana. De nuevo la historia de “chica buena se enamora de chico malote al que consigue redimir por el poder de su amor”, pero sin excusa histórica ni leches, porque está ambientada en nuestra época y la protagonista es una chica joven y supuestamente educada de forma más igualitaria. Agh. Pero lo peor vino después, cuando otra saga que era una copia de ésta alcanzó un éxito incluso superior: cómo no, Cincuenta sombras de Grey. Ésa ya ni la he leído, me negué. La relación entre los protagonistas no sólo es tóxica, es que directamente, con la excusa de que a él le va el BDSM (opción contra la que no tengo nada siempre que se practique entre dos personas adultas de mutuo acuerdo) somete a la protagonista a un trato vejatorio y humillante en todos los sentidos, controlándola y chantajeándola emocionalmente. Lo peor es que ella no lo manda al guano y al final él, cómo no, cambia gracias a su amor, igual que en Crepúsculo (y que en cientos de novelas anteriores, y no sólo románticas, para qué nos vamos a engañar).
Lo peor es que estas novelas no sólo han tenido muchísimo éxito, sino que todos hemos visto a muchas chicas (y no tan chicas ya, mujeres maduras que se supone que ya tienen las neuronas un poco más asentadas) decir que deseaban poner un Grey en su vida. En fin, no os voy a contar por enésima vez lo que ha sido un fenómeno que imagino que habréis conocido porque lo promocionaron hasta la saciedad. El caso es que después de todo este fenómeno yo ya andaba desencantada no sólo con el poco criterio sentimental de muchas personas, sino con que alguna vez el género romántico saliera de su estancamiento. Había perdido la esperanza de que la novela romántica se sacudiera de encima todos esos clichés derivados de una concepción machista y tóxica del amor. ¿Llegaría alguna vez a existir una novela romántica que se saliera de esa dinámica y consiguiera crear una historia que no cuestionara la dignidad de su protagonista y al mismo tiempo fuera entretenida y tuviera valor literario?
Pues sí. Al menos, ahora conozco una: Vida en pausa, de Laura López Alfranca, publicada en 2017 por Ediciones Kiwi. Aquí tenéis la sinopsis:
“Para Sierra O’Byrne la vida lleva muchos años en pausa. Tras un año y medio estancada en Nueva York tratando de revivir un matrimonio muerto, una vida sentimental deprimente e intentar recuperar su carrera de fotógrafa, vuelve a la casa familiar en Mirror Hills. Con su familia y sus amigos apoyándola a pesar de sus propios problemas, Sierra está dispuesta a comenzar de cero y, por qué no, intentar conquistar a su primer amor: Eric Hemene Munroe.
Aunque los años e innumerables musas han pasado por su vida, Eric sigue teniendo a Sierra bien clavada en el alma. Por eso, cuando Sierra vuelve a casa, no dudará en intentar conquistarla por cuarta vez (si no se le dan mal los cálculos). Qué le va a hacer si es un romántico incurable que sigue enamorado de su mejor amiga.
A pesar de su vida pasada y la sociedad, el amor y la pasión se imponen a todos los problemas que les llegan gracias a unos amigos y dos familias dispuestas a ayudar para que los sueños de ambos se hagan realidad.”
Sí, leído así, no parece que haya mucha diferencia con otras novelas románticas, especialmente con las que se engloban dentro del género chick lit.  De nuevo, como en cualquier novela romántica, la pareja protagonista tiene que enfrentarse a diversas visicitudes y contratiempos para llegar a alcanzar la felicidad y blablablá. La diferencia es que en esta novela la protagonista, Sierra O’Byrne, no tiene que renunciar a su libertad para conseguir su amor. Al contrario, consigue liberarse de un matrimonio fallido que la había anulado personal, social y laboralmente, y su nueva relación la ayuda a ello, pero no es lo que determina que su vida deje de estar en pausa. Ella es la que se da cuenta de que su anterior relación la estaba perjudicando y decide terminarla; Eric le ayuda a conseguirlo, pero ella es la que tiene el impulso inicial y lo continúa hasta el final. Al final ella es libre, igual que su relación con Eric, que está basada en el respeto y la confianza mutuos.  De verdad que es un alivio y un placer leer una historia así. Y no sólo por eso, sino porque toca otros muchos temas como el racismo, el acoso escolar o la desigualdad con mucha naturalidad y sentido común. Además está estupendamente narrada y nos presenta a unos personajes muy atractivos con entidad propia. Todos, tanto los protagonistas como los secundarios, están retratados de forma certera y presentan personalidades definidas y complejas (de hecho, me encantaría leer las historias propias de varios de ellos. Sobre todo de la sobrina de la protagonista, que tiene una subtrama muy interesante). Para rematar, la autora se luce con un gran sentido del humor y unos guiños frikis divertidísimos para quien sepa identificarlos.
Así que sí, se puede escribir una novela romántica que, sin apartarse del esquema narrativo esperable dentro del género, sepa innovar, mantener una calidad literaria y, sobre todo, entretener y emocionar. Vamos, que puede haber novela romántica de calidad que no te dé vergüenza leer, sino gusto. Me imagino (espero) que habrá otras novelas que lo consigan. Pero, de momento, puedo atestiguar que ésta lo hace. Os la recomiendo.

domingo, 13 de enero de 2019

Prometo estarte agradecida


No, este post no está dedicado a Rosendo Mercado (aunque por poder, podría estarlo, también a Rosendo le puedo agradecer unas cuantas cosas).  Este post está dedicado a los podcasts y, por extensión, a su origen, la radio.
Realmente no he empezado a escuchar podcasts hasta hace poco. Pero sí he escuchado la radio toda la vida. No como algo de fondo que ponen tus padres en casa y luego tú a veces en el coche. Me encantaba escuchar la radio. Primero, programas musicales: a los 10 años o así, como todo quisqui entonces, oía los 40 Criminales, y a partir de los 14 comencé a escuchar los programas de música heavy que se emitían por las noches, al menos en Madrid. Escuchaba a Rafa Basa, al Pirata, al malogrado Mariano García… Era a mediados/finales de los 80, la edad de oro del heavy, y no me perdía ni uno. Me conocía todas las canciones que se radiaban, los últimos lanzamientos de los grupos del momento, también los clásicos porque por suerte los programas de heavy no se limitaban a pinchar los nuevos hits como la radiofórmula… Viví también el auge de las emisoras piratas como Radio Vallekas o la mítica Cadena del Water. Incluso durante unos años hice con mi hermano y luego con unos amigos un programilla de música los sábados por la tarde en una emisora pirata del barrio, Radio Paloma.
Pasados unos años, empecé a escuchar también otros programas de radio. Por ejemplo, yo era dosmilera: es decir, una de los muchos seguidores que tenía el programa “Hacia el 2000” que hacía Pablo Motos desde la radio valenciana. Sí, hubo un tiempo en que Pablo Motos molaba, lo puedo atestiguar. También escuchaba a Gomaespuma en su momento más glorioso, y a Julia Otero, y recuerdo con cariño programas como “Esta noche, tampoco” de Juanjo de la Iglesia (sí, el del primer “Caiga quien caiga” de El Gran Wyoming) o “Diálogos 3” de Ramón Trecet, un programa histórico gracias al cual descubrí a grupazos como Hedningarna o Wolfstone (cuenta la leyenda que el plácido, casi somnífero Trecet mutaba como el doctor Banner en el Increíble Hulk cuando se dedicaba a su otra faceta radiofónica, la de periodista deportivo que retransmitía partidos de baloncesto).
Según iban pasando los años y mis horarios cambiaban según los ritmos laborales, escuchaba unos programas u otros, pero siempre había algo que escuchar. Lo último que escuché asiduamente fue la programación de Radio Nacional, especialmente el programa de Toni Garrido por las mañanas. Parafraseando el meme, vine por la ausencia de publicidad y me quedé por los contenidos. Pero entonces llegó la debacle. En 2011 el PP de Mariano Rajoy ganó las elecciones y armó una escabechina brutal que arrasó con todos los profesionales que no eran afines al régimen y sus respectivos programas. De hecho, arrasó con toda la estructura de la radio pública. Así que prácticamente dejé de escuchar radio, y como coincidió con mi enganche a Spotify y otros medios, amén de un “ligero” cambio de rutinas (es decir, tuve a mis hijos), por unos años la radio prácticamente desapareció de mi vida. Sólo en los últimos dos años, más o menos, he vuelto a escucharla esporádicamente, pero ya no es lo mismo. Aunque han vuelto algunos de los damnificados por la era Rajoy, como Toni  Garrido y su inseparable Tom el Sueco o la maravillosa Nieves Concostrina ahora en la cadena SER y otros nuevos han tomado su espacio, como los geniales Especialistas Secundarios en la misma emisora, la radio que yo solía escuchar hace tiempo que no existe.
Pero ocurrió algo inesperado: el año pasado volví a trabajar. Sé que suena triste, pero la realidad laboral de una madre de niños pequeños que ha estado un tiempo desempleada es así: volver a conseguir trabajo es toda una proeza en esas circunstancias y sobre todo a partir de determinada edad. En mi nuevo trabajo (que en realidad no es tan nuevo porque ya había trabajado antes en otros departamentos de la sacrosanta institución en la que presto mis servicios, aunque a veces parezca que fue en otra vida) se juntaron además unas circunstancias especiales: que buena parte de mi jornada transcurre en solitario deambulando en solitario por los depósitos del edificio, que ya contaba con un smartphone mínimamente decente en el que poder descargarme contenidos para escuchar offline pero también estaba un poco cansada de escuchar sólo música, que la radio no tiene buena cobertura en las profundidades de los depósitos y que uno de mis compañeros, Santi, me descubrió el mundo de los podcasts. No es que no supiera ya lo que era un podcast, es que nunca me había dado por escuchar ninguno. Por recomendación suya empecé a oír los podcasts de La Órbita de Endor… y, oh, maravilla. Redescubrí lo que era escuchar programas monográficos sobre los temas que más me interesan, realizados por puro amor al arte por gente que, sin ser profesional de la radio, demostraban un entusiasmo y una dedicación que no había vuelto a ver desde los tiempos más gloriosos de las radios libres y, gracias a la tecnología actual, bastante mejor trabajados, la verdad sea dicha. Era como volver a oír esa radio que hace décadas sólo escuchabas de madrugada y en determinadas emisoras. Unos colaboradores me gustan más que otros, unos temas me interesan más que otros, pero siempre hay algo interesante que escuchar, y los programas están muy bien realizados. Y como llevan años tengo material de sobra para ir tirando en los largos ratos que me paso circulando por los depósitos de mi lugar de trabajo, o cuando tengo un rato para salir a pasear, o en cualquier otro momento.
También he descubierto algunos podcasts más, como el Podcast de Hielo y Fuego, centrado en la famosa obra de George R. R. Martin y su reflejo en serie de televisión, Juego de Tronos. Lo realizan unos chicos tan jóvenes y adorables como entusiastas y de verdad que se lo curran muchísimo. Después de que desapareciera la web de Asshai y sus foros, que durante unos años fue mi segunda casa, me había descolgado bastante del mundo de Poniente y ha sido una alegría regresar a los Siete Reinos de manos de este podcast y sus integrantes. Otro podcast que he empezado a escuchar hace muy poco es Regreso a Hobbiton, a cuya principal realizadora, Míriel/Elia Martell conocí precisamente por medio de LODE, y también es un placer volver a la Tierra Media.
En fin, de momento, como veis, estoy muy centrada en la temática friki, pero probablemente con el tiempo me abra a otros campos y escuche más podcasts de todo tipo. Lo bueno es que hay mucho tiempo por delante para irlos descubriendo. Curiosamente, de momento no me llaman mucho la atención los podcasts que son realmente programas de radio convencional grabados para poder escucharse también en diferido: se me hace raro escuchar a posteriori algo que se hizo para ser escuchado en el momento, el desfase me descoloca. Estar oyendo, por ejemplo, el programa de Buenafuente y Berto Romero y que de repente te salte un anuncio o las noticias de hace dos sábados por la mañana me raya. (Otra de las ventajas de los podcasts hechos expresamente para el medio es que te ahorras toda esa publicidad, cosa que se agradece).
También, la verdad, hay un componente personal en esta nueva afición por los podcasts. Este último año de mi vida ha sido un poco catastrófico, y poder rellenar el tiempo de manera positiva, sobre todo esos espacios vacíos tan peligrosos cuando hay ciertos pensamientos y sentimientos que quieres evitar para no caer en una espiral de abatimiento y autocompasión, es algo que agradezco mucho. Estos podcasts no sólo me proporcionan evasión, también entretenimiento, información y, sobre todo, la sensación de que sigo formando parte de un mundo más vasto y fascinante que todavía tiene mucho que ofrecerme. Y compañía, también. Igual que siempre ha hecho la radio desde sus inicios, ahora tengo todo eso con los podcasts. Y quiero agradecérselo con esta entrada de mi blog. Aunque si queréis una versión mucho más corta y mejor narrada, podéis escuchar la introducción del podcast que LODE dedicó a “Bohemian Rhapsody”. Merece la pena.