viernes, 15 de enero de 2016

Y la Voz calló

Todos los que habéis leído a Terry Pratchett sabéis que uno de sus mejores personajes, si no el mejor, es Muerte. Pratchett consigue que, a pesar de su desagradable tarea, nos caiga bien y la comprendamos, gracias a su fenomenal manejo del humor paradójico y del desarrollo del personaje. Pero en la vida real la muerte es mucho menos humana que la de Pratchett y a veces se ensaña. Este último mes aproximadamente parece que se ha tomado demasiadas bebidas energéticas y está que se sale: el 28 de diciembre murió Lemmy Kilmister, al que creíamos inmortal por eso de que era Dios, pero se ve que la muerte es seguidora de Nietzsche; el 10 de enero le tocó el turno a David Bowie, con el que la mayoría nos llevamos idéntica sorpresa, y ayer, 14 de enero, nos llevamos otro mazazo con la desaparición de Alan Rickman. Los tres, en casi idénticas circunstancias: a causa del cáncer y alrededor de los 70 años. Como si a la Parca le hubiera dado por hacerse un álbum de cromos con personajes célebres anglosajones de la misma quinta. No, esta Muerte no nos cae bien.

En los tres casos, me dio pena por ellos. Lemmy era un referente en el mundo del heavy metal, un superviviente nato y probablemente uno de los tipos más libres de este planeta. David Bowie era todo un icono para varias generaciones, uno de los mayores genios de la música pop y también disfruté de su música y de sus actuaciones esporádicas pero bien dosificadas en el cine desde la adolescencia. Pero, por motivos y preferencias personales, la que más me ha dolido ha sido la muerte de Alan Rickman. 
El Hombre. Arf.

Para millones de personas, Alan Rickman es y siempre será Severus Snape. Es lógico e irreprochable, fue el papel que le dio auténtica fama mundial por el alcance de la historia de Harry Potter y así quedará para la historia del cine. Yo misma tomé conciencia de la excelencia de ese actor gracias a la perfecta encarnación que logró del personaje de J. K. Rowling. Parecía nacido para él, y eso que antes se barajaron otros nombres, como Tim Roth, por ejemplo, que habría hecho un Snape más que correcto, sin duda. Pero después de ver a Rickman, nadie puede concebir a otro Snape que no sea él. Sin duda, gracias a su interpretación el personaje consiguió muchos más fans de los que habría ganado sólo por medio de los libros del niño mago. No sólo por la simbiosis que se produjo entre él y el personaje, sino sobre todo por el carisma y el magnetismo que Rickman desprendía de forma natural y con los que impregnaba a todos los personajes que encarnaba. Porque el caso es que, aunque casi todos reparamos en este gran actor cuando apareció en Harry Potter y la piedra filosofal, también pensamos: "este hombre me suena de algo". Y antes o después nos dimos cuenta de que ya había aparecido en películas que habían marcado nuestra infancia y juventud: se hizo famoso para el gran público interpretando a Hans Gruber, el sarcástico y elegante villano que se las hacía pasar canutas al mismísimo Bruce Willis en La jungla de cristal. Poco después, en un papel absolutamente histriónico y divertidísimo, le robaba planos sin recato a Kevin Costner como el sheriff de Nottingham en Robin Hood, príncipe de los ladrones. Pero ésa no era más que la punta del iceberg: por supuesto, Rickman no salía de la nada, sino que se había formado en la prestigiosa Royal Academy of Dramatic Art (RADA) y llevaba décadas curtiéndose como actor en la escena inglesa, lo que ya sabemos que son palabras mayores en el mundo de la interpretación. 


Yo llevaré el pelo cardado, pero tú estás cartoniano, Kevin...
 
Gracias a ese bagaje, a su talento natural y a una voz prodigiosa que, irónicamente, en parte debía a sus esfuerzos por superar una disfunción del habla que sufrió en su infancia, se fue labrando una reputación más que merecida que le hizo ser valorado por la industria de Hollywood como el actor ideal para interpretar a villanos carismáticos y después a todo tipo de personajes, principalmente en la cinematografía anglosajona, pero también en múltiples papeles en películas hollywoodienses. En éstas no solía ser el protagonista, pero ni falta que le hacía, porque cada vez que salía en pantalla se apropiaba de la escena. En el Reino Unido, menos prejuiciosos al respecto y por supuesto más conscientes de que tenían un tesoro nacional, muchos directores de primera fila contaron con él en papeles protagonistas. Obviamente, la fama mundial que le dio Severus Snape le supuso el espaldarazo definitivo y ganó millones de fans por todo el orbe. Así, le pudimos ver como un Rasputín enérgico e irresistible en una película sobre la vida del controvertido monje ruso (en la que, por cierto, coincidió, como ocurriría más veces, con Ian McKellen); como el marido de Emma Thompson en Love Actually; como el adorable coronel Brandon en Sentido y sensibilidad, donde como tantas otras veces volvería a coincidir con la Thompson, a la que le unía una gran amistad; como el patéticamente divertido Alexander Dane de Galaxy Quest, una entretenida parodia de Star Trek; como Eamon de Valera, el rival de Michael Collins en la película homónima; como Antoine Richis, el atribulado padre de la jovencita objeto de deseo del protagonista de El perfume; como el corrupto juez Turpin que le amarga la vida a Johnny Depp en Sweeney Todd (y donde demostraba que cantar tampoco se le daba mal); o como el genial Metatrón en Dogma, de Kevin Smith, un papel que me es especialmente querido porque deja ver el gran sentido del humor que este hombre lucía en la vida real y porque lo ganó por derecho gracias a esa espléndida voz que fue la causante de que rara vez haya vuelto a ver las películas de Harry Potter en otra versión que no sea la original. Escuchad, escuchad la voz del mismísimo Dios si no lo habéis hecho antes, y juzgad vosotros mismos:

 

Por supuesto, donde os podéis deleitar a gusto es con su interpretación de Severus Snape, en la que demostraba su saber hacer a la hora de manejar esa voz, impregnándola de esa ironía con que repartía su impecable desprecio a todo el mundo, aunque reservaba sus mejores registros para el niñato con gafas:

Atención especial al minuto 1:13. Ese "Mr. Potter... our new celebrity" es absolutamente impagable.

Esa misma voz le valió también para conseguir papeles en los que él no aparecía en persona pero doblaba a personajes tan variopintos como el depresivo y achuchable Marvin, el robot de Guía del autoestopista galáctico, la oruga de la Alicia de Tim Burton (por cierto, en la segunda parte que se estrena este año será la última vez que escuchemos su voz) o el malvado Joe de la película de animación ¡Socorro, soy un pez! En fin, hizo infinidad de papeles en muchas más películas menos conocidas pero también muy estimables, como El beso de Judas, La isla de la niebla, y también hizo sus pinitos como director en El invitado de invierno y A Little Chaos

Ays. No me digáis que no os daban ganas de collejear repetidamente a Kate Winslet cada vez que lo friendzoneaba en Sentido y sensibilidad.


Así que, recordad: Alan Rickman será para siempre Severus Snape, sí, pero también es mucho, mucho más: un genio de la actuación y, según testimonio unánime de todos los que le conocían, una gran persona que derrochaba, además de talento, bonhomía y un espléndido sentido del humor. Por todo esto, y porque su pérdida me ha dolido especialmente, es por lo que necesitaba dedicarle esta entrada en el blog. Espero que no se os haya hecho muy pesada; ya sabéis que soy una rollista, sobre todo con lo que me entusiasma. Y Rickman se merecía todo el entusiasmo del mundo.

Descansa en paz, Alan. Hasta luego, y gracias por tus películas.

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