Hace no mucho tuve ocasión de volver a ver “Drácula” de Francis Ford Coppola en el cine, gracias a la gente de Tiempo de Culto (podcast que os recomiendo mucho). Es una de mis películas favoritas, y de las pocas que me parecen genuinamente románticas. Pero no tanto por la historia de amor entre Drácula y Mina (que, por si no lo sabéis, en la novela original no existe, se la inventaron totalmente para la película), sino por cómo se relata el origen de Drácula.
He cruzado océanos de tiempo... y vais y me adelantáis la hora, capullos, que me tengo que levantar del ataúd una hora más tarde
Me explico: la mayoría
de la gente identifica romanticismo con historias de amor ultra moñas, cuando
no tóxicas. Los últimos ejemplos a nivel de masas son Crepúsculo (con un
protagonista vampiro que se parece a Drácula como un huevo a una castaña) y su
sucedáneo supuestamente transgresor, 50 sombras de Grey; no hace falta
que os explique de qué van salvo que hayáis estado viviendo en una cueva
completamente aislados del mundo los últimos 20 años. Salvo por compartir un concepto supuestamente
apasionado del amor, que en realidad tampoco tiene que ver mucho con el concepto
original de pasión romántica, no tienen nada en común con el romanticismo primigenio.
Cuando estudiaba la carrera, en el último año tenía que elegir una optativa. Ya
había decidido que me iba a matricular en paleografía, pero era una de las
asignaturas que empezaban a impartirse más tarde, así que podía ir antes de
oyente a otras optativas por si descubría alguna que me hiciera cambiar de
idea. Una tarde asistí a la primera clase de una asignatura con el rimbombante
nombre de “Literatura anglogermánica de finales del siglo XVIII y principios
del XIX” y allí me quedé. Sí, habéis adivinado: la asignatura era sobre el Romanticismo.
El bueno, el original, el fetén. El de William Blake y el primer Goethe, el de
E.T.A. Hoffmann y Lord Byron. Allí leímos el Frankenstein de Mary Shelley, la
Rima del Anciano Marinero de Coleridge (sí, la de la canción de Iron Maiden,
uno de mis dos temas favoritos del grupo), los alucinados poemas de William
Blake, los terroríficos cuentos de Hoffmann, las abracadabrantes aventuras del
Estudiante de Salamanca de Espronceda, también nos asomamos un poco por la
muralla del castillo de Otranto… Para mí, que era apenas una jovenzuela recién
salida de una adolescencia heavy ochentera alimentada por canciones y películas
de fantasía y terror que bebían, a veces directamente, a veces de segunda,
tercera o cuarta mano, de aquellas fuentes, esa asignatura era una gozada. Parte
del mérito hay que atribuírselo al profesor que la impartía, Abraham (no me
quedé con su apellido, mecachis), un hombre ya mayor, encantador y sobre todo
muy sabio, que sabía transmitirnos su entusiasmo por aquella literatura
realmente rompedora, con sus virtudes y sus excesos, pero siempre fascinante. Y
gracias a él aprendimos que la verdadera esencia del romanticismo no era ese
concepto pasteloso del amor que nos ha quedado como su supuesto legado (en
realidad de eso tienen más la culpa los imitadores malos de autores que en realidad
eran posrománticos, como Bécquer o Rubén Darío, ya muy posteriores en el tiempo
al romanticismo original), sino la rebeldía: primero contra los rígidos cánones
artísticos del neoclasicismo, luego contra las reglas en general y las normas
morales, sociales y políticas establecidas. Contra el clasicismo academicista, la creatividad
desatada; contra el orden, la libertad; contra la razón que delimita, la pasión
que se desborda; contra la contención y el pudor, la exaltación de los
sentimientos.
Los primeros románticos eran, en general, reivindicativos, incluso revolucionarios,
también en el ámbito político. Sin embargo, a veces se producía el efecto
contrario: como consecuencia de la reivindicación del arte y la cultura
medievales y barrocos como reacción contra el academicismo clasicista, del que
la Edad Media se percibía como su opuesto y el barroquismo de la Contrarreforma
como su contrapunto, parte de la producción cultural del romanticismo que
miraba con nostalgia el primitivismo medieval y la exaltación barroca derivó a
lo largo del siglo XIX en géneros más conservadores como la novela histórica o
el teatro histórico, que llegó a unos niveles de ranciedad importantes. Políticamente,
la reivindicación de los nacionalismos emergentes que a menudo se conectaban con
la visión idealizada de los antiguos reinos medievales también acabó derivando
a veces en ideologías y opciones políticas conservadoras y retrógradas. Pero el
núcleo de la esencia romántica, aunque luego evolucionara en algunos casos hacia
el otro extremo del espectro, era la rebeldía. Contra las normas, contra el
orden establecido, contra la moral imperante, incluso contra la religión.
Porque, ¿qué mayor acto de rebeldía que rebelarse contra el poder supremo,
contra el mismísimo Dios?
Sí, amigos: el satanismo surgió del romanticismo, con su reivindicación de la
figura del ángel caído por intentar levantarse contra Dios (algo de culpa tendría
Milton) y de los personajes monstruosos y malditos de la novela gótica. Y el
heavy metal, que desde el principio se vinculó con la imaginería satánica y
gótica como parte de su trasfondo estético de reacción contra el flower power
hippie, entronca así con el romanticismo, de modo que, como nos reveló Abraham,
provocando mi asombro alborozado, los heavies somos los últimos románticos
auténticos, mira por dónde. En realidad, esa imaginería satánica surgió por puro
marketing; los primeros que la utilizaron, los Black Sabbath, admitieron que se
dieron cuenta de que las películas de terror a finales de los años 60 tenían
mucho éxito entre su público potencial, así que para llamar la atención de ese
público tomaron su nombre de una de esas películas y las letras lisérgicas
hicieron el resto. Por otro lado, los cultos satánicos de gente como Anton La Vey
o Aleister Crowley eran sectas dirigidas por tipos que eran más unos jetas timadores
que otra cosa, y los satanistas actuales son realmente ateos más cercanos a la
filosofía hedonista que a otra cosa, así que el heavy metal y sus aficionados
tienen de satánicos parte de su estética y poco más. Esos grupos noruegos de
death metal que en los 90 se dedicaban a quemar iglesias y a cargarse a algún
que otro desgraciado no son más que cuatro tarados que recurrieron al satanismo
como excusa para hacer el bestia igual que podían haberse identificado con, yo
qué sé, el supremacismo sudista de Estados Unidos (oh, WAIT). Y los que creen
de verdad en la existencia de Satán y lo adoran son dos tarados y pico.
Aun así, el heavy metal a lo largo de su historia como género se ha identificado en muchos aspectos con esa imaginería satánica que implica una actitud de rebeldía ante el sistema. Como decía más arriba, el mayor acto de rebelión es levantarse contra Dios y sus leyes, y es en ese sentido en el que la película de Francis Ford Coppola es más auténticamente romántica: no ya tanto por la historia de amor entre el conde y su amada reencarnada en una joven inglesa, sino sobre todo por el acto de rebeldía suprema en el que Vlad Tepes reniega de Dios, desolado por la muerte de su amada cuyo Señor no quiso evitar, a pesar de haberle servido fielmente. Mientras que la novela es más heredera del romanticismo por todo el legado de la novela gótica de vampiros y monstruos que le precede, la película es romántica sobre todo por la sublevación de un hombre que había sido siervo de Dios hasta que decidió que ya bastaba de obedecer a un Señor tan desagradecido. Que uno no siembra los campos de batalla de Centroeuropa con miles de empalados para que su pobre novia acabe tirándose al río porque los pérfidos infieles la engañan y encima no la admitan en el camposanto, hombre ya.
Y por todo eso, aunque como buena hobbit no me identifico en absoluto con el cliché del romanticismo que nos vendieron cuando desapareció el auténtico (no soy de celebrar San Valentín ni ninguna moñada de esas, y lo de dejar todo por amor, pues mira, como que me viene mal) y a veces los héroes románticos me cargan mucho con sus tonterías (desde aquí lo digo: Sigfrido, su primo Túrin Turambar y su cuñado Rhaegar Targaryen son unos singermornings), a pesar de todo eso, digo, siento fascinación y admiración por ese romanticismo originario, torturado y rebelde. El caso es que ni soy muy de sentir angustia existencial, ni de torturarme por amores y metas imposibles; en general procuro no comerme mucho la cabeza y no soy negativa ni pesimista por naturaleza. Pero sé que la oscuridad está más presente en nuestro interior de lo que queremos admitir, y que no siempre es mala, sino sólo parte de nuestra naturaleza, y como tal es mejor conocerla que rechazarla. No puedes controlarla si no. Tampoco puedes encerrarla siempre en una jaula de barrotes rectos y lisos. A veces es preferible dejar que se airee un poco paseando por un jardín que no tiene por qué estar perfectamente podado. La maleza también cumple su función. Sobre ella el monstruo puede descansar, tal vez libre por fin de su maldición. Cuando duerme tranquilo es hermoso.