Esta es la mochila mariquita. Tiene los mismos años que mi hijo mayor, porque la compré no recuerdo si antes o después de que naciera, pero más o menos. Antes de que se estrenara "Ladybug", por si os lo estáis preguntando: el minikingo 1 ya tiene seis añazos y medio. En ese momento en el Carrefour se vendían, a un precio razonable a cambio de canjear puntos, varios modelos de mochilas que representaban distintos bichitos y esta era sin duda la más graciosa. Pronto sustituyó al horrible bolso bandolera que me venía de serie con el carrito, porque, sin ser muy grande, tenía el tamaño suficiente para que cupieran un neceser con pañales y toallitas, una muda, una botellita de agua y algún juguete que no abultara mucho.
Es una mochila dura y resistente. Ha aguantado toda la etapa de bebés de mis dos hijos, ha viajado en transporte público, en coche, ha ido con ellos a todas partes, se ha mojado, se ha manchado, ha sido embutida, aplastada y arrastrada, y aun así ha sobrevivido seis largos años. Pero, a pesar de su fortaleza, todo ese desgaste le ha dejado huella hasta dañarla seriamente, por dentro y por fuera. Su pobre cremallera apenas puede cerrarse, su forro interior se está descosiendo en unas partes y desintegrando en otras y su bello caparazón se va desconchando y sus lunares van camino de desaparecer. Por otra parte, el minikingo 2 ya ha dejado de usar pañales y ya no necesito llevar encima más que, si acaso, un pequeño paquete de toallitas y la consabida botella de agua, que caben en mi bolso.
Así que, con todo el dolor de mi corazón, mañana procederé a jubilar a la fiel mochila mariquita. Con ella se va la primera etapa de la vida de mis hijos, que oficialmente ya dejan de ser bebés. Mis niños ya van al colegio y no necesitan más a su mochila mariquita. Ahora sucumben a los encantos de mochilas decoradas con motivos patrocinados por grandes multinacionales del entretenimiento que lucen orgullosos de camino a la escuela, y yo me despido para siempre de los bebés adorables que fueron. De momento aún se dejan achuchar, pero me temo que ya será por poco. Por eso mi corazón se encoge al pensar que mañana desecharé una simple mochila. Porque no es una simple mochila. Es la etapa de bebés de mis hijos, alargada voluntariosamente hasta el momento en que ya no he podido negar más la evidencia: mis hijos ya no son bebés. Nunca más tendré un bebé. Aunque sea ley de vida, aunque me sienta orgullosa y aliviada de ver cómo crecen sanos y fuertes, eso duele. Mucho.
Eso, y sentir que estoy traicionando la (casi) inquebrantable lealtad de la mochila mariquita, hace que me sienta fatal por desecharla. Porque eso es lo que voy a hacer, por mucho que intente autoconvencerme de que no hay más remedio, y quiera consolarme pensando que tal vez acabe reciclada en forma de juguete. Sí, soy así de gilipollas. ¿Qué queréis, si cuando de pequeños mi hermano y yo tuvimos sendos tamagotchis yo era la que cuidaba de ambos y me enfadaba cuando mi hermano se cargaba al suyo atiborrándolo de chucherías u olvidándose de alimentarlo? Ya, lo sé, lo mío es grave. Seguramente acabaré con síndrome de Diógenes, pero no por guarra o acaparadora, sino por ser una imbécil sentimental.
Pero eso será cuando tenga sitio donde guardar todas mis mierdas. Como ahora no me sobra y todavía no he llegado a un grado socialmente inaceptable de enajenación mental, la mochila mariquita se libra de inaugurar mi particular museo de los horrores. Pero al menos le debía este homenaje. Salve, mochila mariquita. No te olvidaré.