Hoy ha muerto mi primer
amor. Se llamaba Pitusa, tenía diecisiete años y medio, los ojos
verdes y el pelo atigrado con un mechón inconfundible de color
anaranjado sobre el hombro derecho. Mi madre, pobre, me ha dado la
noticia hace pocas horas. Nos lo esperábamos; era muy viejita,
sufría desde hacía un tiempo de algunos achaques, hacía poco había
tenido una infección que la había dejado muy floja y llevaba tres
días sin comer ni beber nada. Aun así me he llevado un disgusto que
no me he llevado con personas que en teoría me tenían que importar
más. Porque esas personas no me dieron el amor que ella me ha dado,
incluso ahora que llevo ya tiempo viviendo fuera de casa de mis
padres y sólo voy de visita; aún se dejaba acariciar, me maullaba
reclamando mimos y a veces me buscaba para que la dejara amasar en el
hueco de mi codo, como cuando era pequeña. Porque una vez fue
pequeña, tanto que sus patitas traseras no le respondían bien aún
y se resbalaban cuando andaba sobre el suelo embaldosado de la casa
de mis padres. Mi hermano la trajo metida en una caja de zapatos,
envuelta en algodones, y me la pasó de contrabando para que la
custodiara en mi habitación por la noche, hasta que le diéramos la
noticia a mi madre a la mañana siguiente. No hizo falta: entró mi
madre a mi habitación para tender la ropa por mi ventana y mientras
la Pitusilla se puso a maullar debajo de mi cama. Mi madre se llevó
un susto cuando la vio aparecer de repente de debajo de la cama y al
principio se negó a que nos la quedáramos, pero al final aquella
bolita de pelo que apenas maullaba por encima del umbral auditivo la
conquistó y se acabó convirtiendo en la niña de sus ojos. Luego se
convirtió en una joven descarada que practicaba el funambulismo en
la barandilla del balcón, y después en una señorona que recibía a
cualquiera que viniera de fuera con bufidos y salidas de escena
dignas de una diva, y por último en una viejita que se tiraba casi
todo el tiempo tumbada en la cama de mis padres, mimetizada entre los
peluches, pero siempre ha sido mi niña, mi gatita mimosa. Ayer
estuve en casa de mis padres, y casi me echo a llorar cuando, para
ayudar a mi madre a que le diera agua con una jeringuilla, la levanté
y me di cuenta de que, siendo tan grande como Bu (siempre fue muy
grande para ser hembra), pesaba casi tan poquito como Leia, que es
una hembra pequeña; con la vejez se había quedado delgada porque
había desarrollado intolerancias alimenticias y comía poquito de
unas latas especiales, pero ahora, después de la infección y de
varios días sin comer, estaba casi consumida. Mi hermano y yo
hablamos por teléfono con un par de veterinarias que hacen visitas a
domicilio, por si podían venir a verla, pero ya era más tarde de lo
que creíamos. Hoy mi madre ha sido la que se ha dado cuenta de que
había dejado de respirar, tumbada en su cunita, Sé que ha dejado de
sufrir, pero no puedo evitar que me duela. Me queda el consuelo de
que la hemos querido y mimado mucho, aunque también me queda la cosa
de que nunca es suficiente. También me quedan los recuerdos: cuando
se metía en una de las zapatillas de mi hermano y sólo le asomaba
el rabito; cuando se resbaló del poyete de la ventana de la cocina
por querer atrapar un pájaro, y sólo se hizo un raspón en el culo;
cuando celebró sus primeras navidades robando una chuletita de
cordero de la encimera de la cocina en menos de un segundo, cuando mi
madre se dio cuenta ya se la estaba comiendo; cuando se pegaba a mis
piernas por encima de la manta todas las noches, acurrucándose en el
hueco de mis corvas para que le diera calor mientras dormíamos;
cuando me clavaba las uñitas en el brazo mientras amasaba y aun así
yo aguantaba porque me encantaba tenerla en brazos... Mi gatita, mi
niña, gracias a ti he aprendido a amar a los gatos y al resto de los
animales. Siempre serás mi primer amor.