Como
la ínclita Sara Montiel decía que dijo Einstein, todo es relativo. Los años en
sí no significan nada, su numeración no tiene por qué tener más sentido que el
de ordenar los acontecimientos en una cronología que nos ayude a registrarlos y
recordarlos. Hablando de los propios números, ¿por qué le damos más significado
al 3, al 5 o al 7 que al 218, por ejemplo? ¿Por qué determinadas cifras son
relevantes para nosotros? Supongo que nuestra mente, que busca regularidad y
patrones fáciles de reconocer que nos den sensación de seguridad, nos empuja a
asignar un sentido a determinadas cantidades. Resulta más fácil calcular en números
sencillos y en sus múltiplos, y éstos son más fáciles de calcular en decenas,
por ejemplo. La numerología se practica desde la Antigüedad, y aunque no deje
de ser un producto de nuestra mente completamente subjetivo, nos sigue
influyendo hoy día. Números como el 3, el 7 o el 9 siguen teniendo un
significado especial, los asociamos con determinadas características, tienen
toda una simbología detrás.
"Os lo tomáis todo demasiado en serio, jodíos, a ver si os relajáis un poco" |
Todo esto viene a que hace unos días mi hijo mayor ha cumplido 7 años. Es una edad a la que tradicionalmente se ha asociado una cierta madurez. El niño sigue siendo un niño, pero ya se le supone cierta capacidad de raciocinio. Por eso antes era habitual que a esa edad, en muchas sociedades, se practicaran ciertos ritos de paso para indicar que ya estaba camino de la madurez. Por ejemplo, en nuestro país, hasta hace no tanto tiempo, era muy habitual que los niños tomaran la primera comunión a esa edad. En otros países todavía empieza la educación primaria a los 7 años. Supongo que habrá alguna base biológica (desarrollo del cerebro, etc.) que en parte sustente esa noción de que se ha alcanzado una nueva etapa en la maduración del niño como ser humano y como miembro de la sociedad en la que ha nacido.
Pero
no voy a hacer ahora una tesis sobre eso, seguro que ya habrá muchas sobre este
asunto y podéis buscarlas si queréis. A mí lo que me importa es que hace 7 años
me cambió la vida para siempre. No es que no me haya cambiado más veces, para
bien y para mal, pero creo que ésta es la más radical y la única verdaderamente
irreversible. Puedes casarte, divorciarte, volverte a casar, mudarte, cambiar
de trabajo, volver a trabajar en aquello que ya habías dejado hace tiempo por X
circunstancias, volver a tu primer hogar o a otro, volver a estudiar, a
practicar deporte, a dejar de hacerlo, a escribir, a pintar, lo que quieras.
Pero un hijo lo tienes para siempre. Aunque un día se independice, aunque no lo
vuelvas a ver por lo que sea, incluso (el cosmos no lo quiera) aunque muera
antes que tú, tu hijo o tus hijos (a efectos prácticos da igual que sean 1, 2 o
17) te van a cambiar la vida para siempre. No me estoy refiriendo a que ya no
vuelvas a salir por ahí como antes, que ya no tengas apenas tiempo de ocio, las
mismas oportunidades laborales y esas cosas, eso en el fondo son chorradas. Ni
siquiera esta crisis del coronavirus será definitiva. Me refiero a que tu vida
ya no va a volver a ser tuya del todo. Ya no vas a vivir sólo para ti. Al menos
mientras tus hijos dependan de ti, vas a vivir sobre todo por ellos, serán tu
prioridad. Y aunque llegue un momento en que ya no dependan de ti, seguirás preocupándote por ellos. No estoy hablando de ese concepto de abnegación y dedicación a la crianza absolutas que la
moral judeocristiana (supongo que también otras, pero hablo de lo que conozco)
atribuye a las madres tradicionales. Es más sencillo y al mismo tiempo imperativo:
has producido una nueva vida y es tu obligación y responsabilidad hacer que
salga adelante. Tú ya has cumplido tu función de reproducirte, ahora lo que
importa de verdad es la siguiente generación, y así sucesivamente. Y eso sí vale para padres y madres, aunque muchas personas no lo terminen de asimilar.
Por
supuesto, estoy hablando en términos de especie. Cada individuo puede decidir (o
al menos debería poder hacerlo) si se reproduce o no, y nadie debe interferir
en su decisión, sea la que sea. Pero el caso es que, para los que decidimos
reproducirnos, la irreversibilidad de dicha decisión es posiblemente el hecho
más irrefutable que podremos experimentar en nuestras vidas, que nunca volverán
a ser las mismas. También está el hecho de que la naturaleza, que no es sabia
pero sí muy oportunista, nos ha dotado con la capacidad de amar ilimitadamente
a estos pequeños cabroncetes, para que no nos arrepintamos y los tiremos por la
ventana a la segunda o tercera noche que no nos dejen dormir porque no paran de
llorar. Que es lo que me pedía el cuerpo cuando, por ejemplo, con mes y medio
escaso, a mi furioso minikingo 1 le dio una crisis de lactancia justo cuando
acababa de volver con su padre de la boda de su tío en otra ciudad, yo estaba
agotada y sólo quería dormir, y al pequeño mamón le dio por reclamar teta cada
hora y media, más o menos. Así durante tres o cuatro días. Luego me las ha
hecho pasar canutas de muchas otras maneras (como me dijo una vez Juanma Santiago,
que también es padre y es muy sabio, esto de tener un hijo es como un
videojuego: cada vez que crees que has dominado un nivel, te pasan al siguiente
y otra vez las vuelves a pasar putas hasta que lo dominas y vuelta a empezar),
pero creo que ésa es la que más me marcó y donde me empecé a dar cuenta de lo que
iba a tener que aguantar, y que aguantaría aunque creyera que no iba a ser
capaz. Y aquí estamos, 7 años después, en medio de otra crisis, esta vez externa
y completamente inesperada, la del coronavirus. No está tan mal. Ahora mismo,
mientras escribo esto, él y su hermano pequeño están a mi lado, viendo en Youtube
un vídeo de una partida de Minecraft. Vale, sí, no es lo más pedagógico del
mundo, pero probad a tener a vuestros hijos en casa las 24 horas durante más de
una semana seguida y decidme que no les vais a poner la tele y el Intenné para
nada. Venga, atreveos si tenéis valor. Ja. Ya sabía yo.
El caso es que ellos están llevando el encierro sorprendentemente bien. Este martes celebramos su cumpleaños en petit comité, su abuela (mi madre), su hermano, él y yo, que somos los que estamos en casa, sin grandes alharacas porque no había llegado a comprar chorraditas para la fiesta antes de que decretaran la cuarentena (los regalos sí se los había comprado antes, por suerte, y aunque no eran muchos ni muy ostentosos le encantaron), y disfrutó tanto como si le hubiera montado un fiestón. No se queja por no poder salir de casa, y no se pone más cabezón y revoltoso de lo normal. Ya podían muchos adultos tomar ejemplo de él y de su hermano. Por eso, y porque es un pequeño ser humano extraordinario, bueno, cariñoso, alegre y creativo, lo adoro más allá de toda explicación racional. Y por eso le dedico esta entrada de mi blog. Doy gracias al cosmos, al azar o a la teoría de la relatividad por poder pasar esta cuarentena y unos cuantos años más de mi vida en su compañía. Felicidades, mi príncipe vikingo. Mamá, que os quiere a ti y a tu hermano más que a nada.
El caso es que ellos están llevando el encierro sorprendentemente bien. Este martes celebramos su cumpleaños en petit comité, su abuela (mi madre), su hermano, él y yo, que somos los que estamos en casa, sin grandes alharacas porque no había llegado a comprar chorraditas para la fiesta antes de que decretaran la cuarentena (los regalos sí se los había comprado antes, por suerte, y aunque no eran muchos ni muy ostentosos le encantaron), y disfrutó tanto como si le hubiera montado un fiestón. No se queja por no poder salir de casa, y no se pone más cabezón y revoltoso de lo normal. Ya podían muchos adultos tomar ejemplo de él y de su hermano. Por eso, y porque es un pequeño ser humano extraordinario, bueno, cariñoso, alegre y creativo, lo adoro más allá de toda explicación racional. Y por eso le dedico esta entrada de mi blog. Doy gracias al cosmos, al azar o a la teoría de la relatividad por poder pasar esta cuarentena y unos cuantos años más de mi vida en su compañía. Felicidades, mi príncipe vikingo. Mamá, que os quiere a ti y a tu hermano más que a nada.
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